miércoles, 5 de junio de 2019

Corazón de Acero VII: Final.


El pulso acelerado, sin descanso. ¿Tenía quizá un motivo más allá de su aroma la flor? ¿Tenía quizá un motivo más allá de su tenue lumbre la Luna? Somos finalmente encadenados todos en la cueva de Platón. 02660 se le quedó mirando un largo rato: todo el que Fer necesitó para mudar su rostro innumerables veces buscando un motivo empírico para su robótico amor. No la conocía. No había hablado con ella más que ese par de frases anteriores, rota la conversación por una pregunta sin respuesta. Ni si quiera era de su misma especie, buscando sólo el sexo como razón. Era un trozo de metal con piernas sintéticas, con voz electrónica, con ojos de un verde… “tus ojos”, pudiera haber dicho, pero no sería verdad. Qué hace que amemos, qué hace que suframos dolor por lo que sienta el otro, qué nos distingue de nuestra tostadora. 02660 no sabía cómo comportarse: el amor entre robots era algo extraño, tan sólo cierta simpatía aprendida que los hacía unirse en sociedad por un bien común. Sin embargo, para Fer era… ¿qué? Sabía que la amaba, tanto que no podía mentirle. “No lo sé”, arriesgándolo todo musitó. Pero en la mente virtual de 02660 aquella respuesta no cabía. Los códigos binarios que formaban su ser necesitaban un porqué. Y Fer no se lo daría. “Entonces no puede ser amor”, dijo ella con su dulce voz de radiocassette. Y el corazón de Fer empezó a latir con una fuerza que creyó olvidada… recordó la muerte de sus padres, recordó la soledad de una ciudad de droides en mitad de un mundo soberbio y cruel, recordó que era un hombre enamorado de una máquina sin saber por qué. Apretó los dientes, cerró los ojos, se hincó las uñas en las palmas de las manos y tragó saliva de estropajos en llamas… un instante después, la cabeza de 02660 rodaba por el suelo del pasillo al final de las escaleras. FIN



Miguel Díaz Romero (c) 2019

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