Paseo por la bahía. Los albatros alzan el vuelo y dejan impresas sus sombras sobre la estela de un velero con bandera canadiense que cruza el agua.
Acabo de tirar el vaso de cartón a la basura tras apurar el café con leche y azúcar moreno que me sirvió José, el camarero latino del Rosie's, hace unos veinte minutos.
Es invierno y el Sol lo sabe. Se despereza a mis espaldas, rociando de luz el skyline de Vancouver en la otra orilla. Hago crujir mis cervicales con cuidado de que la bufanda no se desate.
Me he sentado en el banco donde grabé nuestros nombres al llegar aquí, en la inolvidable primavera de 2034... cuando fuimos libres.
Abro el sobre de plástico y saco el úlitmo número de Deadpool, dejando el sobre con la tablilla de cartón sobre el banco junto a mí. Los niños corren, con patines colgados al cuello, hacia la pista de hielo... este año ganaremos la NHL si Dios quiere.
Lejos está la basura mediática de mi querida España. Irme de allí me costó tanto como acostumbrarme al precio del jamón curado, que es prosciuto parmesano de mala calidad, que venden aquí. Pero tenía que hacerlo... nos lo debíamos.
Nací en el mejor país del mundo.
Pero se convirtió en un estercolero con el paso del tiempo. Mentiría si dijera que no sé qué le sucedió; porque soy plenamente consciente de la metamorfosis de un lugar que, tan sólo doscientos años antes, era la luz de las naciones.
El fanatismo no tiene límites, y los fanáticos no quieren saber nada de la verdad o de la mentira, sino repetir y reescuchar sus eslóganes fuera de todo argumento. La dictadura de los idiotas es superior a cualquier fuerza moral, ética, profesional e incluso superheroica... si alguien pudo con Thanos o con Darkseid, fue un fanático.
Cuando llegaron los primeros zombis casi no nos dimos cuenta: la epidemia posterior tras el paciente cero fue súbita en consciencia aunque lenta en dispersión. Me refiero, todos sabíamos qué se estaba gestando; en qué dirección iba el virus; pero cuando nos quisimos dar cuenta de que los infectados estaban tan cerca como para contagiarnos, ya era demasiado tarde...
Me quito los guantes para poder pasar las páginas con la agilidad necesaria como para que la lectura del cómic sea la óptima. Giro mi vista a la derecha: Markus, el vendedor de perritos calientes, me saluda: acaba de encender el calentador y se prepara para otra jornada de trabajo en el paseo que da al océano.
Vengo a este banco, tras comprar mi cómic y café diarios, desde que los chicos se fueron... Zara es diseñadora en Nueva York y Santi probador de videojuegos en Sylicon Valley. Me enorgullece saber que mis hijos son mejores que yo, en todo.
Debimos darnos cuenta antes: cuando empezaron a tatuarse códigos de barras en la nuca y comenzaron a oler a podrido debajo del pelo por no pensar. Quizá nos acostumbramos a ese hedor de ignorancia pura, y nuestras narices lo omitieron con el paso del tiempo y la repetición.
La botella que al caer, antes de estrellarse contra el suelo, piensa que por el momento, durante la caída, todo va bien.
No pienso hacerles llevar mis cenizas hasta Sierra Oliva desde aquí. Sería un viaje sin retorno que yo no me atrevería a hacer. Que las entierren junto a una semilla de melocotonero, en un lugar cálido... Ziguatanejo por ejemplo.
Abandoné el sueño de ser escritor profesional cuando me cercioré de la pesadilla que me rodeaba sin remedio; es decir, sin que yo pudiera hacer nada para remediarlo. Siempre he sido un poco ególatra... y quizá ello me haya salvado, nos haya salvado a todos nosotros.
España se había convertido en un vertedero y, sin lectores ni apenas ventas de mis mediocres aunque esforzadas novelas, supe que jamás podría limpiar los residuos que me rodeaban ad nausea ni con el infinito descrito por mis letras.
De verdad que deseé no volver a escribir ni un solo verso. Ni un solo párrafo. Ni esto... me puse a dibujar creyendo, iluso de mí, que las lágrimas verborreicas que me hicieron ser yo desaparecerían sin más de mi cerebro, de mi espíritu siempre inconexo. Nacht und nebel für immer... sólo soy un ente de noche y niebla, de cristales rotos, de promesas en el sonido... de arena y de viento.
Mi padre me lo advirtió y nunca quise hacerle caso: "las personas como nosotros no servimos para estar en el mundo: sólo podemos ser felices en nuestro mundo o en un monasterio". Y no soy budista ni católico.
Así, viviré por siempre en Seattle... aquí moriré, absorto de la podredumbre del mundo. De mi querida España, esta España mía, esta España nuestra... soñando con paellas de conejo, queso curado con romero de La Roda, aquella mariscada en Suances, paparajotes, la Alhambra y el viaje a Madrid con los pequeños.
Miguel Díaz Romero (c)
25 de marzo de 2021
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