Mi hija vistiere de blanco en el día de su boda, su pelo rubio y tirabuzonado se enredare con la gasa trenzada que le hiciere de velo, corriere por la plaza y riere a carcajadas con un ramo de flores en la mano.
Los colectivos feministas se hubieren hecho con el poder de la Izquierda, y colgaren paneles gigantes, de fondo negro y rótulo rojo, en favor de sus eslóganes en las plazas y las calles.
Los musulmanes o fueren minoría o hubieren sido otra vez expulsados.
Se hablare más de religión que de fútbol en los bares, y hubiéremos regresado a los años cuarenta en las caras y los ropajes.
Las monjas se eligieren al nacer y vistieren, pequeñitas desde que aprendieren a caminar, totalmente de negro. Fueren en procesiones jugueteando, como seres de dibujos animados, tras sus superioras por el parque.
Las piedras fueren de caliza marrón y terracota. Las calles ocre. Y las farolas, negras y puntiagudas, se alzaren por todas partes.
El cielo fuere gris.
Y aquel tipo, el de la puerta de la taberna y barba descuidada, con una gorra anticuada en 2019 y una camiseta interior blanca, sostuviere un palillo plano entre los labios mientras escudriñare mi rostro.
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