sábado, 15 de agosto de 2020

Epílogo sobre la moral

 

EPÍLOGO SOBRE LA MORAL

MIGUEL DÍAZ ROMERO © 2020

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            Hace un par de semanas, creo, terminé la novela corta a la que acompañará el presente “Epílogo sobre la moral”. Este texto lleva mucho tiempo rondándome el bolígrafo, incluso durante “Las cartas de El Enrique”, libro que junto a la novela actual, han obligado de muchas formas la redacción del presente trabajo.

           

            A pesar de que creo que la filosofía debiera ser retórica y no dialéctica, por la profundidad que entrañan los pensamientos que al madurar serán ideas y su transmisión, soy consciente de la rápida obsolescencia de los actuales cánones del pensamiento, la idea y la información, y por ello iré directo al punto tras parafrasear a mi compañero de celda y exilio Dante Alighieri: “los lugares más ardientes del Infierno están reservados para quienes, en épocas de crisis moral, se mantuvieron indiferentes”. Y créeme, amigo Sancho, que nos situamos en una casi sin precedentes.


 

1.      LOS EXTREMOS SE TOCAN.

De pequeños solíamos aprender la moral sin conocer en absoluto el significado de dicha palabra. Que incluso en clases de filosofía de Bachillerato seguía trayéndonos problemas para definirla y consensuar la moralidad, consecuencia de la moral en sí misma. La moral solían ser esas reglas universales de convivencia que hacían, en su práctica cotidiana por la gran mayoría de nosotros, del mundo un lugar habitable, seguro y puede que feliz. Se habla de moral como las tablas de una Ley objetiva que, declarando aquello que está Bien por encima y en contraposición a cuanto está Mal, rige la conducta social e innata de la Humanidad en términos generales. La moral entonces y ahora es esas cosas que ponemos de acuerdo para llevarnos bien, no hacernos daño los unos a los otros, y estar de buen rollo en el mundo sin fastidiar al prójimo ni que éste nos fastidie a nosotros, por expresarlo de una forma llana y divulgativa.

            En cuanto a la moral, quizá ésta no haya cambiado apenas, en sí misma, desde que la aprendimos hasta hoy; sino su aplicación en la praxis, tanto individual como socialmente. Es decir, que la moral, desde que como humanos llegamos a ciertos consensos para no aniquilarnos los unos a los otros dentro de nuestros grupos o entre grupos, sigue siendo en gran porcentaje la misma: “no matarás; no serás cruel con los animales; vive y deja vivir; no odies a nadie por una diferencia externa o de pensamiento; pórtate bien con todo el mundo; etc.”; pero su puesta en práctica y, por lo tanto, lo que muchos creen que significa – porque la mayor parte de las veces la moral no significa sino es en su aplicación – sí ha cambiado de manera asombrosa y, en muchos casos y desde una perspectiva global, aterradora.

 

            Quiero partir pues de la afirmación que hay cosas que están Bien y cosas que están Mal per se, y que estamos de acuerdo en ello objetivamente y a nivel humano, en términos generales, para poder continuar con este epílogo. Cualquier ser humano, de la religión o sociedad que sea, si está cuerdo y es medianamente inteligente, sabe que matar está “mal” y que dar un trozo de pan al hambriento está “bien”; que ayudar a una anciana a cruzar la calle está “bien” y que maltratar a otro ser vivo está “mal”.

            Esta es la moral objetiva y universal: la que todos practicamos de manera innata y con cuyo código de conducta todos nacemos, inocentes y libres.

 

            Acompañando a ésta, y es la que más quebraderos de cabeza lleva a sociólogos y profesores de filosofía de instituto, está la moral subjetiva o adscrita a un grupo social determinado. Que muchas veces chocará con la de otros grupos, o será afín en algunos puntos más relacionados con la primera, la objetiva.

            De esta moral subjetiva nacen los sistemas legales de cada Estado, nación o agrupación de éstos.

            Pero antes de dirimir la relación entre moral subjetiva y leyes, me gustaría dejar clara la diferencia entre amoral e inmoral. Asunto que cuesta entender a veces a grandes y pequeños. Lo a-moral está “fuera de la moral”: animales y seres no racionales. Mientras que lo in-moral es “lo que está en contra de la moral”, sea ésta la objetiva: un asesino es inmoral para toda la Humanidad, o la subjetiva: para los cristianos es inmoral insultar a un progenitor. Por lo tanto, y para pesar de quien escribe, este texto será inmoral para aquellos autoproclamados líderes y adalides de la moral actual, a la que he llamado meridianamente y para hacerme entender “moral extremo 100”, ligada a la “moral extremo 0” – conceptos que explicaré en breve y brevemente.

 

            Una vez he repasado de forma somera y ante el ceño fruncido de más de un profesor de filosofía o licenciado en la materia qué es la moral, la diferencia entre objetiva y subjetiva, y entre lo amoral y lo inmoral, voy a dar un paso adelante en la expresión de cuantas ideas han dado lugar al nacimiento de este texto.

 

            Espero que me valga este ejemplo como ilustración que se pueda extrapolar a cualquier otro sin intención de ofender al cuerdo o medianamente inteligente, con la mente todavía no envenenada ni intoxicada por la “moral extremo 100” de los extraños días que nos ha tocado vivir. A los demás: este epílogo no es para ellos. O sí, para que se detengan a pensar un ratico y así se retracten, como tantas veces habré hecho yo cuando me he dado cuenta de estar equivocado: a esto se le llama aprender, y consiste en evolucionar. Hace cuarenta años, cuando se construía una entrada alta a un edificio, se hacía siempre sin rampa: no se pensaba en los demás y cada uno hacía, tratando de seguir las leyes relacionadas con la moral objetiva en mayor o menor medida, lo que bien le parecía sin ponerse en el lugar del “otro”. A este tipo de conducta individual y social lo he etiquetado “moral extremo 0”, cuando la ley no era proteccionista ni pensaba en aquellos que pudieran ofenderse por la falta o el exceso de equis o ye cosas. Con el tiempo, la sociedad se dio cuenta de que había que proteger a ciertos individuos y que era inmoral no pensar en ellos, y se llegó a la “moral media 50”: hubo un tiempo en que si en un edificio había personas que necesitaban rampa o ascensor, se construía una para ellas; y en el caso de no ser necesaria, no se construía. Y no pasaba nada: rampas para unos, escaleras para otros, según sus necesidades. Pero pronto se difundió la boga actual de la “moral extremo 100” que, a expensas de aquellos que conocimos la 0 y la 50 y que intuimos o percibimos la debacle que se nos puede venir encima como sociedad global, parece haber sido implantada, impuesta y manifiesta en todo el mundo o, al menos, en esa gran parte del mundo que disfruta o se queja de los beneficios de la Globalización. La “moral extremo 100” dice que, se necesite o no rampa, todos los edificios deben tener una. Hasta ahí bien: pensamos en aquellos que pueden necesitar rampa y la construimos al lado d las escaleras que utilizarán la mayoría de los residentes del edificio. Pero digamos que este pensamiento es para la ya inexistente “moral medio-alta 80”; puesto que la 100 ha ido más allá del anterior supuesto, ya que no sólo obliga al constructor a poner la rampa sino que además condena a aquellos constructores que no la pongan. Y para ello se sirve de la ley: la “moral extremo 100” crea leyes que obligan a construir rampas para gente que no las necesita, y criminaliza a quien, por necesitar escaleras, no piensa en los que quieren rampa. Y criticarlo u oponerse es, como este epílogo, inmoral desde su moral subjetiva.

            ¿Soy pues yo, usuario de escaleras, culpable de la necesidad de rampas del usuario de éstas? Según la “moral extremo 100”, sí. Así, los extremos se tocan: pasando en cuarenta años de no pensar en nadie que necesita una rampa a obligar a los usuarios de escaleras no sólo a pensar en quienes necesitan rampas, sino a acusarlos en el caso de que no lo piensen.

 

            Cualquier ser humano puede cumplir con las leyes de la moral objetiva: ser un buen ciudadano que no se mete con nadie, que vive y deja vivir, cotidiano, libre, feliz… pero esto molesta a los adalides de la “moral extremo 100” porque, en realidad, ellos no quieren y les fastidia que uno sea feliz.

 

2.      ESCENARIO ACTUAL.

Tanto es así que la “moral extremo 100” rige la sociedad globalizada actual y ha logrado, incluso, que se amolde a su línea de actuación – que no de pensamiento porque si lo pensaran, no lo harían – la propia ley.

 

No voy a detenerme en ejemplos de asuntos moralmente inaceptables desde la objetividad que se han convertido en situaciones cotidianas; y no lo voy a hacer no porque me dé miedo la crítica sino porque en mi opinión ni tan sólo merecen una simple mención en este epílogo. Aclaro: me refiero en este párrafo a todo aquello que para la moral objetiva es inmoral per se pero que, los líderes de la “moral extremo 100” han convertido en moral para confundirnos, y así sentar las bases – o algunas de ellas – de su objetivo final: el entontecimiento de la población mundial. La ignorancia absoluta y definitiva.

 

Hoy día; en las redes sociales, los mass-media y desde los canales de desinformación político-económica en general; si estás en contra de la “moral extremo 100” eres un criminal del pensamiento. Cuando, en realidad, lo son ellos: sus promulgadores, genetistas y voceros. Tanto es así que no permiten crítica alguna contra sus lemas absurdos y tachan de inhumano a cualquiera que, desde el humor, la filosofía, la religión y la misma ciencia – tienen enemigos en cualquier campo que nos haga pensar un poquito – trate de desbaratar, cosa muy fácil no obstante, sus consignas que nunca han sido argumentos.

Se han erigido dueños de una moral subjetiva con pretensiones de universalidad. Han obligado a construir rampas para cualquiera que, por vagancia y victimismo, por pereza y sentimentalismo, por revancha y susceptibilidad, se ha negado a levantar las piernas y usar las escaleras. Gracias a, de manera insistente y muy ruidosa, sin base en realidad más allá de la inacción y la venganza, aglutinar a todos aquellos que de verdad necesitaron alguna vez las rampas que no disfrutaron, pero que sus “herederos” obligan a utilizar a todos los demás.

 

Han rediseñado los eslóganes de aquellos que en la época de la “moral extremo 0” lucharon por una rampa, ahora que no la necesitan, para reclamar un derecho que ya tienen pero que desean imponer en el resto de vecinos. Y eso, señoría y miembros del jurado, es inmoral aunque repitan hasta la náusea que es lo contrario.

Son los mismos que ladran cuales hienas salvajes a todo aquel que no piensa como ellos, aquellos que no han sufrido un mundo sin rampas, cuando y donde el que la necesitaba se las veía y deseaba para subir las escaleras como el resto. Por eso, y otros muchos motivos, su lucha es vana. Iba a escribir cómica… pero no tiene nada de gracia.

Su moral es mentira. Futo de la irresponsabilidad no sólo social e individual, sino histórica.

 

El escenario actual es el de un mundo donde si no piensas en todos aquellos que se creen con el derecho a una rampa, aunque ya lo tengan o simplemente no lo merezcan, eres señalado, acusado e insultado de forma automática y sistemática. Sin mayores razones que espetarles, por derecho y porque es la verdad, que se equivocan.

Aunque, a decir verdad y a pesar de que son muy ruidosos porque han llegado al control de los medios y la publicidad, siguen sin ser mayoría.

 

Pero han llegado a ese control no sin ayuda: tienen sus propias instituciones, organizaciones económicas y, por tanto, sus propios partidos políticos afines e incluso Gobiernos.

Lo que no saben, porque al fin y al cabo son peones, es que el plan detrás de sus consignas y la implantación de su “moral extremo 100” tiene un objetivo ulterior: la dominación global mediante la ignorancia. Ignorante no es aquel que no sabe algo sino el que cree saber algo sin saber nada.

Quizá cuanto viene a continuación pueda sonar conspiranoico; pero desde que el Tiempo es Tiempo se han izado voces en la filosofía, la política, la ciencia y las letras que han afirmado sin equívocos que el Pueblo manipulable es el Pueblo ignorante; y no hay mayor ignorante, reitero, que aquel que cree estar en posesión de la razón; y de éstos abunda la masa que vocifera en pro de la “moral extremo 100”, incapaces del criterio propio.

 

La mayoría de las farsas luchas actuales de estos lobbies son cortinas de humo, algunas muy tupidas y hasta opacas, para distraer al ser humano de los verdaderos problemas del mundo. Recuerdo que luchan por derechos preexistentes o inútiles, obviando otros por obtener o universales, inherentes a todo Hombre y Mujer del planeta y en consonancia con la moral objetiva de la que escribo al principio.

Los poderes fácticos, que siempre han existido y cuyos nombres y miembros cambian a lo largo de la Historia pero cuyo fundamento y cuya sombra son permanentes, mantienen a las sociedades entretenidas con estas “preocupaciones” de señalamiento de todo aquel que esté en desacuerdo o sea una voz crítica contra el tinglado expuesto, para que no se preocupen de lo que realmente pueda ser importante para el ser como la Justicia y la Libertad y, lo que más les fastidia que tengamos, la Felicidad.

Nos han intentado vender una felicidad que es sólo una ilusión de tenencia y pertenencia; a través de una libertad diseñada en sus laboratorios por años de manipulación mediática; fundamentada en una justicia que obedece leyes de su moralidad subjetiva, sin contemplar todo lo demás, acusando a todo lo demás.

 

Y esta pandemia, nervio axial de la novela a la que acompaña este texto y motivo primero y último de la existencia de ambos después de todo, está ayudando a que ese plan de aborregamiento y control mundial se conduzca con cierto éxito.

 

Ya lo tenían casi hecho y lo están rematando. Millones de personas conectadas 24 horas al día, 7 días a la semana y 12 meses al año, a sus aparatos de desinformación: redes sociales, grandes medios de comunicación, publicidad, obras de ficción, etc… controladas por los poderes fácticos y organizaciones internacionales que sustentan, humana y económicamente, los lobbies encargados de la propagación de la “moral extremo 100”. Traficando con datos personales, gustos, cookies, información comercial, localizaciones, y un sinfín de indicadores y cifras que, en sus manos, son armas poderosas de dirección, adoctrinamiento y manipulación mediática y social.

Un fascismo superestructural y silencioso en el que todos participamos al publicar la foto de turno en Instagram o al darle like a un video de Youtube; por poner dos de tantos ejemplos.

Y, de repente, apareció el virus.

 

Les quedaba poco por controlar, pero el virus les ha puesto al alcance ese turbio espectro. Tenían a los borregos y a los perros, tenían a los usuarios de RRSS y mass-media, tenían a los utilitarios del GPS de su coche y al que va a ver el fútbol todos los domingos. Pero nos querían a todos y lo han conseguido. Pues soy consciente de que este epílogo no va a detenerlos ni mucho menos cambiarlos: sólo podemos decirles que estamos fuera del rebaño y esperar un cambio real en la mente social de los pueblos actuales, educando en este sentido a nuestros hijos para que se pertenezcan a sí mismos y no a los pastores de la “moral extremo 100”.

Primero nos confinaron y fuimos “víctimas” del coronavirus. Hasta ahí todo bien: había que detener la pandemia y era necesario. Pero hoy, pasado ya el confinamiento y con índices de contagios similares a los del Estado de Alarma – es catorce de agosto cuando escribo – hemos pasado a ser “irresponsables contagiosos”. Han creado una figura que antes no existía: el rastreador. Ahora pueden, con el pretexto del virus y amparados por las mismas leyes que acusan a los usuarios de escaleras, preguntarnos dónde hemos estado, qué hemos comido, con quién hemos compartido y cuánto tiempo hemos empleado para todo esto… sin inmutarse y obligándonos a responder.

 

Lo van a saber todo. Y vamos a ser sus cómplices, directos pero inconscientes, de recluirnos en la caverna y poner en sus manos los grilletes de nuestra libertad. Diciéndonos, asegurándonos, lo malas personas que somos de no colaborar; de igual modo que nos dicen, acusan, lo malas personas que somos de no estar de acuerdo con su “moral”.

 

En ningún caso afirmaré que el virus es un pretexto ideado para la consecución del objetivo expuesto antes, porque no puedo saberlo y no creo que sean tan inteligentes. Pero les ha venido de perlas.

Quizá, y como en mi religión pensamos, el virus haya sido otra llamada de atención de Dios a los Hombres. Hastiado de que confundamos la moral objetiva, la “moral media 50” aristotélica, la verdadera moral… con esa que, en aras de una libertad falsa y en pro de una felicidad de pacotilla, nos acusa y encadena, en contra de lo que realmente, innatamente, naturalmente, sentimos e incluso pensamos cuando somos libres como niños.

 

Para terminar el segundo punto y pasar de lo filosófico a lo ficticio – donde mejor me manejo en mis escritos – apuntar que, nuevamente, sí es cierto que los extremos se tocan. La “moral extremo 0” era la del individuo tirano que no pensaba sino en sí mismo y en satisfacer su ego, donde no existía la libertad puesto que los dueños de la misma querían toda la ración para sí, amparados en sus leyes injustas con aquellos que soñaban con rampas en un mundo de escaleras, alimentando únicamente su felicidad sin importarles lo más mínimo la del resto de personas. Hoy, separada de la primera por el grosor de esta hoja de papel, la “moral extremo 100” coarta la libertad del que usa escaleras obligándole a usar rampas innecesarias, sustentada en leyes que sólo piensan en construirlas donde antes había escaleras, para la felicidad de quienes sacan beneficio económico – y muy lucrativo además – de la construcción, promoción, publicidad y decoración de las mismas.

Es el mismo perro pero con distinto collar; y ay de aquel poeta, pensador, escritorcillo de tres al cuarto como un servidor, que no grite con su bolígrafo o teclado contra ellos.

 

3.      DISTOPÍA.

En principio había pensado en una segunda parte de esta novela que ilustrare lo que escribiré a continuación, pero no me parece lo más eficaz ya que sólo es una idea que puede plasmarse en unos pocos párrafos.

 

Imagino 2032: el año de la rata, y una secuencia en blanco y negro con manchas rojas sacude mis párpados encendiendo mi mente. Es la película del futuro que nace y crece en mí, inspirada por los acontecimientos del presente. Ya no existirán los homo sapiens: todos seremos homo muridae, u hombres rata. Nuestro cuerpo, cubierto de vasto pelo gris, hacinará los espacios cada vez más cerrados de las urbes del mundo. Lucharemos a dentelladas enfermizas, envenenadas y altamente tóxicas entre nosotros por el trozo de queso que los pastores de la “moral extremo 100” crean conveniente que nos toca. Porque siempre el queso es mayor de cuanto nos dicen y son ellos quienes lo custodian y reparten a su juicio. Moraremos en el mundo-alcantarilla, rodeados de nuestra plástica inmundicia tecnológica, bajo cielos grises y negros por la polución de un aire irrespirable: todos con mascarilla por supuesto.

 

Habrá distinciones bien diseñadas a día de hoy para no sólo enfrentarnos por nuestro cubículo o zulo en la ratonera, o por el trozo de queso rancio que nos mal alimente o enferme adrede: eso no sería lo suficiente divertido. Nos habrán dicho que hay hombres rata muy diferentes: sobretodo basándose en el dios-ratón de turno y en el color o estado del pelo, incluso de la clase de queso que a cada uno le guste o se pueda permitir en el atolladero de nuestra cloaca universal.

Imagino hordas de homo muridae haciéndose explotar por un dios equis entre familias de homo muridae que tienen al dios y griega colgado en la pared de sus habitaciones.

Imagino a familias y clanes enteros de homo muridae pidiendo perdón a otros porque uno de ellos ha cometido un error, flagelándose por culpas ajenas para acallar futuras violencias.

Imagino el último libro en un rincón de una biblioteca en llamas. Asustado con el fuego lamiendo los contornos de su lomo de cartoné, llorando a lágrima tendida un réquiem ya iniciado por la literatura y las ciencias.

Imagino a los pastores gordos, homo muridae como los que más puesto que han sido los primeros en convertirse y envidian la piel sana de los sapiens que vamos quedando, saciados de la carne del resto de homo muridae con los mostachos ensangrentados, cuales caníbales de película de serie B. Riendo entre eructos obscenos limpiándose las garras sucias con el queso que luego repartirán entre aquellos que no devoren.

 

Imagino un mundo triste, enfrentado por cuestiones que no deberían enfrentarnos. Gritándonos unos a otros mientras la obscenidad y le pensamiento cero campan a sus anchas, deformando Cultura e Historia a su conveniencia. Seremos sólo ratas de cloaca, incapaces de pensar por nosotros mismos, manipulables simplones de conducta violenta conectados a máquinas recreativas de distinta índole que respiren por nosotros a través de una pantallita luminosa. Donde ya la moral, de cualquier tipo, no sea necesaria.

 

Un mundo al que nos dirigimos inexorablemente a pesar de no estar de acuerdo con él, de no desearlo, de luchar en la medida de nuestras escasas posibilidades en su contra.

 

Yo sólo soy la voz de un novelista mediocre que representa una idea. Pero unidos, amigos míos, lectores, a quienes todavía no les huele a podrido debajo del pelo, esta idea puede ser poderosa, peligrosa, útil.

Y, tal vez, con un poquito de suerte y la ayuda de Dios, consigamos frenarles a tiempo.

 

Como cierre sólo una frase de Mark Twain: “nunca discutas con un idiota, te rebajará a su nivel y te ganará por su experiencia”.

 

Miguel Díaz Romero. 

En Torrevieja, a 15 de agosto de 2020.

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