Todos sabemos
que no existen. Todos sabemos que provienen de culturas hoy remotas, de lugares
que quizá nunca llegaron a existir; o de la enajenada mente de un escritor o
historiador de lo oculto… todos sabemos que no sobrevuelan nuestros tejados,
que no pueblan nuestros bosques, que no nos miran desde el otro lado del
cristal o al fondo del garaje. Pero continuamos mirando la ventana, aunque
vivamos en un séptimo, cuando pensamos en ellos. Nos acordamos de sus nombres
al contemplar la luna llena en lo alto del cielo. Llegamos incluso a tocarlos
cuando, a oscuras y normalmente en silencio, deslizamos la punta de los dedos
en busca del interruptor por la pared. No existen; nunca han estado aquí; pero
los tenemos presentes en la brisa fría de origen incierto, en una sombra
informe proyectada en un solitario aparcamiento, posados en la rama de un
sarmentoso árbol.
Habitan en lo más profundo de
nuestro conocimiento. Pertenecen a nuestro mundo como las matemáticas, la
gastronomía o el propio lenguaje. Son parte de nosotros, de nuestros recuerdos
y nuestras pesadillas, como la primera bicicleta o aquel partido de fútbol.
Por eso,
constriñendo el cojín contra el pecho, seguimos viendo Cuarto Milenio… aunque
nos pasemos una semana girándonos sin sentido al doblar cada esquina. Por eso
mordemos o pellizcamos a quien nos acompaña, queriendo desviar sin hacerlo la
mirada del televisor al ver una peli de terror. Por eso, y aunque nos recorra
un gélido escalofrío la espalda y tengamos alucinaciones, no deseamos cerrar
ese libro aterrador que nos habla entre las manos.
No importa en
realidad si creemos en fantasmas; si leemos sobre vampiros; si somos más o
menos macabros… porque, aunque no lo deseáramos, las fantasías terroríficas… y
los seres míticos que las protagonizan desde que el ser humano contó al amor de
la lumbre la primera historieta sobre sus propios miedos… son una parte
inseparable del todo que nosotros significamos. Son parte de nuestro folklore,
idiosincrasia, naturaleza… parte al fin y al cabo; porque se han metido en
nuestras casas en forma de imágenes, páginas o palabras pronunciadas; de
nuestra familia.
“El sonido del triángulo” es una
novela juvenil de terror que, inspirada por toda esa mitología de la que he
escrito, nació para entretener, y aterrorizar si logro que alguien mire,
frenético, a ambos lados como si despertara de un malsueño dejando la lectura
por no poder soportar las imágenes de su propia imaginación, a cualquiera…
Cualquiera que, con ese deseo tan extraño de querer pasarlo mal por pasarlo
bien durante un rato, recuerde que no hace demasiado tiempo veía vampiros en el
tejado, licántropos en el bosque… y fantasmas en el pasillo.
Miguel
Díaz Romero
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