Hay personas que no creen que un
portazo signifique el fin de una vida. Hay personas que no han vivido el
chirriar de las bisagras, lentamente cerrando la gruesa hoja de madera de haya.
El suspense del arco que la puerta describe; como quien cae de la ventana y se
dice piso a piso que todo va bien; y el sonido que hace al chocar contra el
marco; hasta que da con el asfalto. Porque no importa la caída, como dice el
refrán, importa el aterrizaje.
El “aterrizaje” de mi matrimonio fue
ese portazo sordo, inquietante, lleno de rabia, de sentimientos
contradictorios… de las palabras que sobraron y de aquellas que quedaron por
decir. Que sólo silencio dejó. Y lo dejó en el lugar donde peor puede
abandonarse el silencio: el llanto de Diego y Estela: nuestros, mis, hijos.
Al principio preguntaban por qué
mamá se fue. Si hubieran sido algo mayores, me habrían echado la culpa. Si
hubieran sido algo menores, ella sería un monstruo y yo no desearía su vuelta…
como la deseo mientras escribo esto. Dejaron de preguntar cuando, en su
inocente inteligencia, fueron conscientes de que no regresaría. Y yo con ellos.
No me han llegado; no sé si llegarán
algún día; unos papeles de un divorcio que a día de hoy no sé si firmaría. Las
noches en vela por su ausencia precedieron madrugones para arreglarlos antes
del cole; mediodías al corre-que-te-pillo para recogerlos; y un dinero que no
tenía dejándolos con la canguro más barata del pueblo. Y recogerlos al
anochecer, cuando ya nadie quedaba en la viña, para preparar una cena que no
sabía a nada y contarles cuentos que ni yo me creía.
Cuentos que murieron cuando ella se
marchó. Y que remataron al decirme, con rostro triste pero sin arrepentimiento
en el corazón, que había bajado mucho mi rendimiento desde el portazo. Que no
podía pretender empezar el último, ausentarme a la hora de la comida, trabajar
menos, y cobrar lo mismo que mis compañeros. Quise responder que podía trabajar
unas horas… entretanto los niños, mis hijos, mis retazos de corazón, mis
jirones del alma, estaban en el colegio… que podían transformar mi contrato en
uno de media jornada. Pero qué diantres… si al sentarme frente a la funcionaria
del sepecam me enteré de que sólo estaba cotizando dos miserables horas
diarias.
Dejar de dormir bien porque el amor
de tu vida, que cruzó el estrecho contigo en una balsa de plástica en busca de
un presente negado, te deje es un horror. Pero dejar de dormir bien, o no
dormir directamente, porque tus hijos desayunan agua y cenan leche, no tiene
palabras.
Los callos de mis manos y los paseos
con los niños de casa al cole y del cole a casa le decían al pueblo que era
trabajador y responsable. El color de mi piel, mi acento y mi nacionalidad les
infundían un miedo que nunca he podido entender.
Diego y Estela. Nombres españoles
para unos niños nacidos en España, pero quienes nunca serían considerados así a
menos que jugaren muy bien al fútbol o murieren los primeros en una película de
serie B. Diego y Estela, tan de ébano como yo, con el pelo tan rizado y pegado
a la piel que hacerle una trenza a la peque me podía llevar toda una tarde. Y
mi niño, mi pizca de Cielo, con esos inusuales ojos verdes extraídos del más
irónico capricho de Dios.
Preguntándose hoy mismo por qué no
estrena zapatillas nuevas… por qué cada semana peregrinamos a la sede local de
Cruz Roja en lugar de ir al supermercado… por qué no hay huevos de chocolate en
las bolsas… por qué el casero dijo el otro día, y con cierta razón desde el
punto de vista de esta mediocre sociedad capitalista y ultra-consumista, en el
bar y suponiendo que finalmente yo me enteraría, que debería volver a mi país
en lugar de estar debiéndole el último mes. Como si los doscientos miserables
euros cuando se los tiene, salvadores si se necesitan, fueran a solucionarle la
vida…
…una vida que terminó con el
portazo… una vida que yo ya no sé si es la mía.
Ahora los dos duermen… va a empezar
el primer día del segundo mes que deberé de un alquiler que no puedo pagar. Son
casi las doce de otra noche que no me dejará dormir. Esperando un día once
cuando cobraré una prestación que consumiré yendo dos veces a mercar. Sin
zapatillas aunque sobresalgan dedos; con peregrinaje oficial a la oenegé; sin
huevos de chocolate que extraigan, aunque solamente sea por veinte minutos, a
la infancia de un mundo cruel que no sólo no los quiere, sino que también los
estigmatiza y desprecia; sin el abrazo de una mujer ingrata que ha preferido
buscarse la vida sola a cantar nanas, más o menos alegres aunque falsas, a dos
niños que aunque no la quieran sí la necesitan.
Sin catorce de febrero, sin
veinticinco de diciembre ni mes de abril. Sin viña. Sin tierra que fluya leche
y miel. Sin paraíso blanco, sin euro ni dólar. Sin mañana ni ayer.
Se me retuercen las letras, se me
juntan los renglones al escribir. Pondría que lo estoy haciendo a lágrima
tendida, que los ríos de mis ojos empapan el papel… pero no. Ya no hay lágrima
escondida que espera un momento de emoción para derramarse. Ya han conseguido
que mi corazón sea tan negro y oscuro como mi piel. Ya no hay otro sentimiento
que la más sombría duda en un alma que creo no tener. No hay espíritu. El
aliento también se fue.
Abandonándome a la deriva de los
únicos dos rostros que amo. Y que ni como padre he sabido mantener. He
fracasado en mi empeño de darles una vida mejor que la mía… están pasando el
mismo hambre, el mismo miedo, que yo padecí. Al otro lado de un mar que no
divide dos mundos. Pues el infierno también existe en el edén que nos supieron
vender. Que sólo existe pagándolo. En ese que me han empujado a no creer.
Y que ya ni en el recuerdo de sus
besos puedo ver…
Un cuchillo derramaría mi sangre por
el suelo, pintaría de rojo y grana un último grito de adiós. Y vendrían los de
servicios sociales a encerrarlos en un orfanato… pues mejor queridos por una
institutriz que mal amados por su propia “madre”. Pero no: ahora es cuando más
valiente he de ser.
Duermo y la voz de Dios me llama
entre sueños. Es tan dulce que me hace creer que es de mujer. Sólo veo una nube
blanca en mitad de una nada tan azul que desconozco su color. Relámpagos y
centellas son su resplandeciente corazón de fuego y de luz. Quien a las aves de
cielo alimenta y a los lirios vistió me está hablando en este mismo instante:
-
Mira detrás de la puerta. – Me dice y
despierto de repente. El papel está empapado de un sudor frío que me resbala
por la frente. La luz del comedor sigue encendida y en su cama los niños
duermen. Tiemblo al levantarme y tengo que apoyarme en los muebles y las
paredes para llegar a la puerta del apartamento.
Abro
no sin dificultad. El descansillo se ilumina sólo por la luz que sale del
vestíbulo. Rezan las escaleras de silencio, frío y oscuridad.
-
Debo haberme vuelto loco… - digo en una
lengua que voy olvidando por no practicarla y algo me guiña un ojo desde el suelo.
– No me lo puedo creer…
En
el bar todos están pendientes de la pantalla de televisión. Nadie habla y
esperan a que el periodista termine para empezar ellos a cuchichear: “…en esta oficina se ha registrado el
euromillón premiado con dos millones y medio de euros… nos dicen los vecinos
que lo ha cobrado un muchacho subsahariano que vivía aquí, a la vuelta de la
esquina, con sus dos hijos pequeños…”
En
un lugar de Nigeria de cuyo nombre no quiero acordarme…
Sammuel
terminó de vestir a Diego: el uniforme de la nueva escuela de su pueblo,
construida por su propia donación, le quedaba perfecto. Cogió de la mano a los
dos y se fue paseando hacia el colegio. La gente: su gente, le saludaba alegre
por donde pasaba. Había donado a distintas causas casi todo lo que le tocó en
la lotería. Y a pesar de haberse convertido en un héroe, y en alguien
inmensamente rico, iba con sandalias a llevar al cole a sus pedazos de Paraíso.
Se
volvió hacia el lector y, sonriendo ampliamente, le guiñó un ojo: “el dinero no
cambia a las personas, sino que las muestra como en realidad son”.
Relato no premiado en el XX Evaristo Bañón.
(c) Miguel Díaz Romero 2016
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