El mandala es un espiral asimétrico,
como un remolino de arena y espuma,
la de un café inhóspito,
donde no descansan los sueños tras el banquete.
Hay un rojo enfermo en el corte,
de primaveras que eclosionan
e irremediablemente mueren.
La cerámica se ahoga bajo la flor,
quiere gritar que la tumba no es su oficio,
pero las olas bermellas no se lo permiten
y se hunde.
Hay una mixtura de aromas
en el aire que no respira el continente,
es como si quisieran ser eternas
las esperanzas de todas las flores.
Un torbellino de muerte
que fragante se desborda
de los cantos circulares
de la copa.
Miguel Díaz Romero, (c) 2017.
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