martes, 25 de abril de 2023

Extracto de "La furia y la tristeza". (Ultimate edition... próximamente)

    Sus ojos, verdes como el trigo verde, delataban que no era de allí. De pequeño le trajeron sus padres desde la oriental provincia de Palestina, donde vivía el Pueblo de Israel y nació treinta años atrás. Ahora trabajaba como herrador para la legión del Imperio, y era bien conocido entre sus vecinos del nuevo emplazamiento de Caput Deitanum, en el sureste de la mediterránea Tarraconensis. Su nombre era Zarael, que significa “quien está lleno de la luz de Dios”, y hasta ese idus de abril no sospechó nunca lo que en los días siguientes acaecería:

    Los romanos, un par de décadas atrás, hicieron bajar del monte a los iberos  para ir trasladándose al valle, en donde los primeros hubieron instalado su campamento tras la conquista de Iberia y su transformación en Hispania. De este modo, el poblado constituía   un hermoso contraste de viviendas puramente prerromanas: cabañas de adobe con tejados de palma u otras ramas anchas sobre viguetas de madera, junto a fachadas importadas de Roma: edificios de una o dos platas al estilo de las grandes ciudades del Imperio en continua expansión. En esos momentos Zarael acudía a la herradería  en la que trabajaba, sita en el barrio ibero, en la planta baja de la casa de su propietario, el ex pretor Cayo Mileso.

    Había estado presintiendo que aquella cosa le seguía  desde que hubo salido desde su casa, varias calles al este. No quería darle importancia, pensando que en cuestión de poco tiempo estaría en el taller, rodeado de sus compañeros y lejos del alcance de lo que fuera que le espiaba. Desde que Roma decretara  a los seguidores de Jesús  de  Nazaret enemigos del Imperio, las sospechas de que cualquier vecino fuera un delator hacían del día a día una aventura insondable. Podía ser que esa cosa fuera un espía, un buscador de fortuna, o un traficante de esclavos que estaba tratando de hallar cualquier signo cristiano en Zarael para delatarlo a las autoridades.

    Al fin cruzó el quicio de la herradería y saludó a Cayo, su jefe, y a Sot, su compañero oriundo de aquellas tierras como el romero y la carrasca. Aunque Sot lo notó algo nervioso los primeros minutos de trabajo, no preguntó nada. Se llevaban bien e incluso solían  ir juntos a la taberna de vez en cuando aunque la condición cristiana de Zarael  le daba demasiado respeto: él era pagano y profesaba la fe a Júpiter, por lo que no deseaba meterse en problemas convirtiéndose en seguidor del Mesías. Aunque era obvio que tampoco se trataba de un hombre sin escrúpulos capaz de denunciar a un amigo. Y resultaba que los romanos habían importado muchas cosas, pero habían aprendido algo muy valioso de los íberos aparte de la confección de telas: el honor debe estar por encima de todo tanto en la amistad como en la guerra.

    Ascendió el mediodía y detuvieron el fuego de la fragua – se fabricaban sus propias herraduras – para comer una hogaza de pan duro y algo de cecina de ternera. Como de costumbre, el inmejorable vino deitano no podía faltar en cualquier mesa. Zarael estaba impaciente porque Cayo Mileso se marchara y le dejara a solas con Sot, incluso llegó a suspirar profundamente cuando por fin lo hizo. Fue entonces cuando el hebreo comentó sus sospechas de ser perseguido a su amigo. Éste le pidió, como siempre cuando trataban ciertos temas, que bajara la voz. Se decía, se había corrido la voz por todas las provincias de Occidente, que los cristianos eran encadenados y conducidos a grandes ciudades como Emérita Augusta para servir de carnaza a los leones en el circo, y Zarael no deseaba tal fin en absoluto. Ambos concluyeron que esos días debería extremar su cautela y evitar toda práctica religiosa contra la Ley de Roma.

     Al caer el atardecer, antes de que se encendieran las antorchas en las calles de Caput Deitanum, Zarael pidió a Sot que le hiciera el favor de acompañarle a casa pues temía por su vida si le apresaban.

    Marchaban no muy tranquilos por el cardo, que debían andar de punta a punta para llegar a la casa de Zarael, cuando Sot también presintió que alguien les estaba en efecto siguiendo. Su valentía innata, propia de los turdetanos, le hizo otear en todas direcciones los tejados que tenían alrededor. Parecía una estupidez hacer saber al persecutor que conocían de su existencia, pero Sot aseguró a su compañero que, por mucho que ese alguien le diera caza – si tal cosa era lo que en realidad estaba sucediendo – debería igualmente tener pruebas y testimonios de la práctica ilegal, ya que sin los mismos los romanos jamás le condenarían. Si de algo se vanagloriaba el Imperio era de su sistema de justicia. Así y todo, no vieron, o fueron capaces de ver, a nadie observándoles, mas el presentimiento les acompañó durante el resto del trayecto.

    El cielo ya había dejado de ser azul sobre sus cabezas cuando, a apenas una manzana de su meta, la sombra que les perseguía bajó a pie de calle desde donde fuera que se escondía y gritó el nombre de Zarael a su espalda. Los dos hombres se giraron por instinto y, antes de nada, Sot le ordenó que huyera corriendo pues él se “encargaría” de la sombra que no era más que un hombre de alta estatura. Zarael acató la orden suponiendo que la fuerza de Sot y el hecho de que perteneciera a casta guerrera serían argumentos suficientes para alejar la amenaza, y salió a la carrera en dirección a su portal. Vivía solo, por lo que hubo de abrir la cancela de la puerta de madera para entrar en su casa, construida de adobe y pegada pared con pared a otras dos a izquierda y derecha.

    Cerró tras de sí y, con esperanza y elevando en susurros una plegaria a Yaveh, aguardó junto a la puerta a que Sot llamara dando por finalizado el temible capítulo que estaba padeciendo. Pensó que ojalá estuviera su padre allí: él hubiera sabido cómo enfrentarse con aquel tipo y salirse con la suya sin que les detuvieran y sin violencia, pues era un perfecto orador y sabía más de leyes que cualquier romano del pueblo.

    El primer minuto fue de oración y esperanza. El segundo de incertidumbre. El tercero ya duró como los dos anteriores juntos. Y el que hizo diez en su reloj de sudor, manos apoyadas en la madera de la puerta y latidos fuertes de un corazón desbocado por la inquietud, fue el de la desesperación porque el undécimo fue el de la voz del hombre alto sonando al otro lado. Y el terror, genuino, se hizo con el noble corazón del herrador.

    Podía entregarse y esperar un juicio justo. Pero sabía que Sot sólo lucharía hasta la muerte y conjeturó no sin ligereza que él correría su misma suerte. Escapando del miedo fue al extremo posterior de la vivienda, colocó una escala hecha con varas en la pared del patio interior y volteó al de la casa contigua por detrás. Sólo miró una vez hacia atrás antes de entrar en la vivienda vecina: cuando la estentórea voz con acento extranjero de su perseguidor volvió a llamarlo. Afortunadamente para todos, la casa estaba deshabitada y Zarael la atravesó sin más saliendo por la puerta principal a la calle. Una vez allí corrió como alma que lleva el diablo cuesta abajo, en dirección a la linde del pueblo donde empezaban las huertas y los primeros olivares.

    La oscuridad fue en esta ocasión su aliada y, aunque sintió que el otro le acechaba al principio, se supo en soledad al cabo de un buen rato. Cobijado bajo la fría luz de la gris luna en un ribazo, arrebujado tan sólo bajo la fina capa que se puso sobre la chilaba al comienzo del día.

    En otro lugar del pueblo, en el valle donde se multiplicaban las villas de los patricios, una muchacha romana nacida aquí, de nombre Selenia y ojos azules como el Mediterráneo en verano, no era capaz de conciliar el sueño: un mal presentimiento, de frío impropio para ser primavera, le rascaba la espalda impidiéndole el descanso. Selenia se levantó, harta de las vueltas sobre el lienzo apoyado en el heno, y posó su hermosísima mirada celeste en el jardín de la domus de su padre. La fuente con una estatua de Apolo continuaba haciendo fluir agua cristalina. Los naranjos lucían sus primeros azahares bajo el embrujo de la Luna. Y una ardilla traviesa aprovechaba las oscuridades para hacer acopio de insólitos manjares correteando por la arena. Mas lo idílico del micropaisaje que tenía delante en nada se correspondía con eso que estaba sintiendo, que le hurgaba el corazón y le turbaba la mente.

    Desconocía el motivo por el cual lo sentía, pero sentía que algo malo, incluso perverso, le estaba ocurriendo a su amor secreto. Y es que desde críos, cuando se conocieron, supieron el uno del otro que se trataban de almas gemelas unidas por siempre en el tiempo a través de los hados del Destino.

    Por su parte, el hombre alto, cansado de buscar a su presa por los campos sin poder evitar el viento gélido de la noche, buscó un refugio donde dormir hasta el amanecer siguiente.

    Había llegado allí para cumplir una misión específica, y siendo consciente del poder de quien se la había adjudicado, sabía que se trataba de la cabeza de Zarael o de la suya propia.

    Amaneció. Y los tordos regresaron de su ausencia invernal. Y los azahares se multiplicaron en el naranjo. Y la poda regresó al olivo como la rosa al rosal.

    Zarael despertó poco después, muerto de frío y con ojeras hasta las rodillas. Quizá hubiera dormido un par de horas tan sólo. El sol lucía en lo alto, mas unos nubarrones apostados en poniente presagiaban el diluvio que acontecería después. Una voz en su interior le aconsejó no volver al pueblo, a pesar de que otra con idéntica potestad le instaba a avisarla de lo ocurrido ayer. Se quedó unos largos minutos observando las primeras cosas más allá del olivar y el viñedo. Con el corazón hundido en el mal humor que le provocaba la tristeza se giró y, yendo hacia donde el sol se pone, cogió las sendas alternativas a la vereda – no sería seguro caminar por ésta – que llevaban y siguen llevando hoy a lo alto de la Sierra.

    No hubo andado ni media hora cuando escuchó que alguien venía tras él. Temeroso de que fuese el hombre alto se camufló como mejor pudo tras unas grandes zarzas que escoltaban el sotomonte, donde reinaban pinos y encinas por aquel entonces. Con cuidado de no rasparse o pincharse con las espinas, aguardó agazapado hasta comprobar que se trataba de dos hombres y una carreta tirada por dos bueyes. La senda era muy estrecha, y el camino fatigoso para un vehículo ancho como aquel; no obstante, pensó Zarael que aquella senda fuera el único modo de acceder al bancal que sin duda al ver los arados iban a labrar. Mas antes de salir a la luz, Zarael debía asegurarse de que estos dos fueran de la suficiente confianza como para hacerlo sin peligro. Por fortuna reconoció el rostro de quien tiraba del buey de la derecha: era Diocles, apodado El Fenicio.

    Los dos hombres se extrañaron al verle aparecer de entre la maleza. Incluso Diocles El Fenicio echó mano de la empuñadura del largo cuchillo que llevaba atado al cinto. Tras reconocerlo le saludaron y se interesaron por los motivos que le habían llevado hasta allí. En principio Zarael quiso mentir, pero su angustia y la prohibición religiosa de esta falta grave no se lo permitieron, de tal modo que relató lo ocurrido a la pareja de labradores. Comprendieron por qué en el pueblo los soldados de justicia romanos estaban buscando al asesino de Sot, encontrado muerto por una patrulla la madrugada anterior. Zarael ya dedujo anoche que su amigo había sido asesinado, mas se le aguaron en ese momento los ojos de forma inevitable ante tal pérdida. Diocles preguntó al hebreo qué iba a hacer ahora que ese criminal andaba tras él para darle muerte. La verdad era que  no lo había pensado todavía – no tenía ningún plan, por lo que caviló un instante y acertó en pedir un gran favor a El Fenicio. Éste tendría la posibilidad de avisar a Selenia, la hija de Lucio Adriano, de que él la esperaba en lo alto de la Sierra, junto a la fuente de la higuera. El Fenicio le prometió llevar en persona tal mensaje pero le advirtió que debía ser a la tarde siguiente, pues no bajarían al pueblo hasta el otro día, una vez hubieran dejado a resguardo los arados en el campo al que se dirigían. Así quedaron y continuaron juntos los tres el camino.

    Una vez los agricultores arribaron a su destino, Zarael se despidió de ellos y siguió solo. No tenía noticias del hombre alto, por lo que decidió andar aprisa para llegar cuanto antes al punto antes dicho. Estando allí ya se encargaría de agenciarse algo que comer en el bosque pues el agua, cristalina y fresca, a raudales le sobraría.

    Las nubes, los nubarrones negros y grises que habían colmado el cielo, empezaron a descargar su furia pluvial cuando Zarael ya estaba acomodado en una covacha. Había recogido unas bayas y alguna raíz comestible, y ayudado de la yesca que todo trabajador del metal llevaba siempre encima, se dispuso a cocinarlas y se apiadó de los dos labradores, pues trabajar en el campo con semejante diluvio debía resultar poco menos que una tortura.

    No le importó que la noche estuviera tan cerca, Selenia deseaba acudir ya mismo a la Sierra tras recibir el mensaje de Diocles y así lo hizo. Escapando de la casa de su padre sin que éste lo supiera, ayudada de una antorcha prendida en óleo para ver en la oscuridad, emprendió el camino por la vereda ancha que llevaba a la cima del mítico monte. Sin lágrimas pues se trataba de una mujer fuerte y decidida pese a su corta edad, con arrojo y fiereza caminaría sin descanso luchando contra los vientos nocturnos que no deseaban que lograra su objetivo. La Luna brillaba gris y azul en lo alto: el cielo estrellado ya no predecía lluvia alguna y las ramas de todos los árboles le parecían, centinelas del tenebroso camino, manos muertas intentando alcanzar las hebras de su trenzado cabello. Mas miedo, cansancio y derrota habían sido borrados en el glosario de su ímpetu, que la empujaba a cada embestida de Eolo, transformándola en la mujer más poderosa de La Tierra en esos momentos. No pensó en nada, durante el largo y pesado trayecto, que no fuera el calor de los labios de Zarael besando los suyos… y el roce de su cuerpo, cuyo nimio recuerdo la hacía estremecer llenando de pasión su fortaleza y de valor su orgullo.

    Así pues, tal fue la energía desatada por Selenia, que llegó a la cima antes de lo que hubo previsto. La fuente de la higuera se descubrió ante ella al ser iluminada por su fiel antorcha, y gritó el nombre de su amante al cielo de la noche donde nace el viento.

    Pero ninguna respuesta se escuchó. Y el bosque, y el arroyo, y el mismo monte se tornaron espejos del silencio.

    Varias horas antes la impaciencia - aunque se hubo jurado no sucumbir ante ella - se había apoderado del tesón de Zarael, que lloraba a lágrima viva sin entender muy bien por qué, sentado sobre unas peñas grises. Sólo soltó la última lágrima cuando el ruido del chasquido de una rama entre los matorrales le alertó de la presencia del extranjero.

    Se giró y puso en pie. El otro ya estaba frente a él: sacó del extraño cinto que le sujetaba la estrafalaria ropa inferior un artilugio desconocido para Zarael y…

    Selenia nunca había llorado tanto en su corta e intensa vida. Halló el cuerpo sin vida, con la cabeza ensangrentada, de su amante junto a unas rocas al lado de una enjuta encina.

    El sol la vio amanecer, antorcha apagada ya, abrazada todavía al cadáver de Zarael sobre el barro y la piedra. Se hubo quedado dormida llorando un río a su muerto. Que hizo pétreo también su corazón desde aquel día. Que hasta ocho meses después no volvió a sonreír, estando de vuelta en Roma, cuando nació su hijo – el único que tendría con el único hombre a quien amó y su alma y cuerpo entregó – de ojos tan verdes y bonitos como los que le cerraron a su padre.

    Veinte años después, y con el deseo de descubrir quién o qué mató a su progenitor, Adriano volvió a Caput Deitanum… y le apodaron El Romero por nacer en la capital del Imperio.


 Miguel Díaz Romero (c)

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