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miércoles, 26 de abril de 2023

Extracto de "La furia y la tristeza" (Ultimate edition... incoming)

    La posición de Al Cabdeth era un jugoso enclave para la nueva Corona erigida en Valencia… no podían permitir que siguiera bajo el mando de los descendientes de Tarik. Y por ello aquella mañana se apostaron en la Sierra, oteando el muro y las puertas.

    La mayoría eran aragoneses, venidos del norte para ayudar en la Reconquista de lo que los moros seguían llamando Al Andalus.

    Allí abajo, la vida cotidiana de guerreros y campesinos se había visto trastornada por las nuevas que llegaban día a día de la cada vez más meridional frontera. Sobretodo la de aquellas familias que habían callado durante siglos y que, practicantes del cristianismo en clandestinidad, aguardaban la hora de lo que para ellos significaría una “liberación” con suma impaciencia. El último de una de ellas hacía llamarse Hakim Al-Romar y tenía tan morena la tez y la sien como cualquier otro de sus vecinos venido generaciones atrás de las Áfricas.

    Hakim miró de nuevo y por vigésima vez esa madrugada a través de su ventana los fuegos que los suyos habían prendido en la cresta de la montaña. No iban a atacar por sorpresa, quizá ni les hiciera falta tomar el castillo por la fuerza. Querían hacerse notar. Que los árabes les vieran y sintieran miedo: minarles la moral haciéndoles saber que estaban rodeados y que no tendrían, en un par de días a lo sumo, otra escapatoria que la rendición o la conversión. Al Andalus estaba cayendo inexorablemente, de norte a sur y de este a oeste. Muchas lenguas aseguraban que solamente era cuestión de pocos años que el Gran Califato de Granada cayera en manos del enemigo cristiano que llevaba una cruz en su estandarte. Hakim se preguntaba, contaba en realidad, las horas que separaban el presente de la futura y ansiada capitulación de los islamistas.

    Fue a la mañana siguiente camino de la mezquita, tras escondido haber rezado a su Dios, que recibió el primer recado de los suyos. Pues Hakim era uno de tantos infiltrados secretos que poseía el ejército cristiano en los emplazamientos andalusíes. Un hombre de pelo cano y acento norteño se le acercó disimuladamente e introdujo mientras caminaban un trozo de papel de Xátiva en el bolsillo de la chilaba del joven. Tras el rezo matutino ante el minarete con el resto de la población, y como los trabajos agrícolas se habían detenido ante la amenaza cristiana, regresó a la soledad fría de su casa extramuros para leer la intrigante nota.

    Tenía una misión que cumplir, pero ésta no estaba descrita en aquel trozo de papel. Primero debía penetrar en uno de los pasadizos acuíferos que surcaban por doquier el subsuelo del pueblo y sus campos, al final de éste si seguía la dirección encriptada de la que le informaban encontraría al hombre de pelo cano, y él le encomendaría una misión para los conquistadores en nombre del Padre de Jesús. Tal cita debía darse ese mismo atardecer, por lo que sin dilación debía colarse cuanto antes el alcantarillado e ir en busca de su Destino.

    Pero antes y por si ese Destino le jugaba una mala pasada, debía verla. Serezade vivía a pocas casas de él y, a pesar de que su padre nunca aprobó su romance, seguían viéndose en secreto y disfrutando de un amor tan grande que muchas veces no creyeron fuese de este mundo.

    Con la complicidad de su casi suegra, Hakim entró en el jardín de la hermosa casa. Fueron bajo un limonero centenario y, arropados por su sombra y su fragancia, se besaron antes de que Hakim explicara lo que iba a suceder… ella no ocultó su preocupación… él le pidió que rezara a Alá porque todo saliese bien, pues respetaba su creencia así como ella respetaba la fe de él… y sin tiempo pues éste se amontonaba cual arena en el fondo de sus relojes, se despidieron con la dulce promesa de volverse a ver.

    Ella se retiró a rezar como había prometido hacer, y Hakim se marchó a buscar la entrada del pozo al que debía acudir.

    Marcado con el número arábigo siete, el pozo se situaba entre cuatro almendros, en el punto coincidente de las líneas imaginarias que los unían entre sí. Estaba abierto y tenía la anchura de unos noventa centímetros de diámetro. Si uno se asomaba al mismo, podía ver correr un lecho poco profundo de agua en su fondo, pocos metros más abajo.

    Tras asegurarse de que nadie le estuviera observando, descendió por los hierros en curva que hacían de peldaños a la oscuridad de ese micro-abismo. Al apoyarse en el suelo del mismo, comprobó que el agua no le llegaba ni a las rodillas, y trató de situarse en la posición correcta para interpretar el codificado mapa brindado. En realidad, y como debían ser muy escuetos y precavidos, se trataba de una serie de anotaciones alfanuméricas o secuencias que sólo los Iniciados podían descifrar; pues fue pocos años atrás, cuando comenzó la Reconquista en lo que luego se vendría a llamar Teruel, que se creó la Prima Orden de Santa Bárbara, en honor al nombre que tras el Imperio habían puesto los primeros cristianos medievales a la Sierra que imperaba el paisaje del pueblo.

    De este modo, Hakim anduvo cerca de dos horas por el laberinto de túneles portadores de agua hasta llegar a la señal en la que sabía que debía detenerse. Ésta era un dibujo simple en color rojo carmesí: la efigie de un halcón con dos cabezas; uno de los símbolos secretos de la Prima Orden. Cansado, buscó un poyo donde sentarse y aguardar al hombre de pelo cano. Cuando la impaciencia y el tedio se iban a apoderar definitivamente de su voluntad, el hombre llegó y llevaba un cofre de madera mediano en los brazos.

    Explicó a Hakim que ese cofre contenía pólvora como la que hacía detonar las primeras escopetas y disparar sus proyectiles, y que debía llevarlo sin demora a las catacumbas del castillo. A éstas podía accederse por el alcantarillado en el que se encontraban: por un pasadizo secreto cuya llave el hombre entregó junto con el cofre a Hakim. La idea era que la pólvora permaneciera allí, y como también iba mezclada con metralla pesada, fuera detonada en el momento preciso por otro de los Iniciados cuando el cadí Abbul Abbás descendiera al laberinto emprendiendo su huida. En resumen, se trataría de una versión medieval de cualquier atentado.

      Hakim se dibujó ante el pecho una cruz y tomó aire antes de que el otro le atara el cofre a la espalda para minimizar el agotamiento. Debía caminar con paso firme y sin mirar atrás hasta conseguir su bélico objetivo. Se despidieron y Al-Romar comenzó a andar por donde hubo venido.

    Al poco de tal encuentro, Hakim tuvo el presentimiento de que era perseguido: en efecto, la figura de un hombre alto le seguía desde cierta distancia, mas por su silueta no parecía árabe o castellano… sus pasos eran muy veloces como para ir caminando con sandalias y sus ropajes no emitían el menor ruido pese a brillar cuando la luz los iluminaba. Hakim quiso correr pero el peso del cofre se lo impidió. Lo último que hizo fue, de rodillas y agotado, elevar un padrenuestro al aire viciado del oscuro túnel antes de, llorando y llevándose consigo el bello rostro de Serezade, recibir un disparo en la frente que lo dejaría seco.

    Una sombra de lo más parecido a la tristeza se podía distinguir en el rostro del asesino.

    Serezade aguardó a su amante fiel, ése que nunca volvería. Al menos, le dijo a Alá sonriente mirando al cielo estrellado de la noche de Al Cabdeth, su recuerdo tomaría presencia en su corazón y en el de todos los que llegaran después de siete meses… cuando, ya invadido el pueblo por los cristianos, nació Joaquim El Romero, bautizado por las mismas aguas que a su padre morir vieron.

Miguel Díaz Romero (c)

 

martes, 25 de abril de 2023

Extracto de "La furia y la tristeza". (Ultimate edition... próximamente)

    Sus ojos, verdes como el trigo verde, delataban que no era de allí. De pequeño le trajeron sus padres desde la oriental provincia de Palestina, donde vivía el Pueblo de Israel y nació treinta años atrás. Ahora trabajaba como herrador para la legión del Imperio, y era bien conocido entre sus vecinos del nuevo emplazamiento de Caput Deitanum, en el sureste de la mediterránea Tarraconensis. Su nombre era Zarael, que significa “quien está lleno de la luz de Dios”, y hasta ese idus de abril no sospechó nunca lo que en los días siguientes acaecería:

    Los romanos, un par de décadas atrás, hicieron bajar del monte a los iberos  para ir trasladándose al valle, en donde los primeros hubieron instalado su campamento tras la conquista de Iberia y su transformación en Hispania. De este modo, el poblado constituía   un hermoso contraste de viviendas puramente prerromanas: cabañas de adobe con tejados de palma u otras ramas anchas sobre viguetas de madera, junto a fachadas importadas de Roma: edificios de una o dos platas al estilo de las grandes ciudades del Imperio en continua expansión. En esos momentos Zarael acudía a la herradería  en la que trabajaba, sita en el barrio ibero, en la planta baja de la casa de su propietario, el ex pretor Cayo Mileso.

    Había estado presintiendo que aquella cosa le seguía  desde que hubo salido desde su casa, varias calles al este. No quería darle importancia, pensando que en cuestión de poco tiempo estaría en el taller, rodeado de sus compañeros y lejos del alcance de lo que fuera que le espiaba. Desde que Roma decretara  a los seguidores de Jesús  de  Nazaret enemigos del Imperio, las sospechas de que cualquier vecino fuera un delator hacían del día a día una aventura insondable. Podía ser que esa cosa fuera un espía, un buscador de fortuna, o un traficante de esclavos que estaba tratando de hallar cualquier signo cristiano en Zarael para delatarlo a las autoridades.

    Al fin cruzó el quicio de la herradería y saludó a Cayo, su jefe, y a Sot, su compañero oriundo de aquellas tierras como el romero y la carrasca. Aunque Sot lo notó algo nervioso los primeros minutos de trabajo, no preguntó nada. Se llevaban bien e incluso solían  ir juntos a la taberna de vez en cuando aunque la condición cristiana de Zarael  le daba demasiado respeto: él era pagano y profesaba la fe a Júpiter, por lo que no deseaba meterse en problemas convirtiéndose en seguidor del Mesías. Aunque era obvio que tampoco se trataba de un hombre sin escrúpulos capaz de denunciar a un amigo. Y resultaba que los romanos habían importado muchas cosas, pero habían aprendido algo muy valioso de los íberos aparte de la confección de telas: el honor debe estar por encima de todo tanto en la amistad como en la guerra.

    Ascendió el mediodía y detuvieron el fuego de la fragua – se fabricaban sus propias herraduras – para comer una hogaza de pan duro y algo de cecina de ternera. Como de costumbre, el inmejorable vino deitano no podía faltar en cualquier mesa. Zarael estaba impaciente porque Cayo Mileso se marchara y le dejara a solas con Sot, incluso llegó a suspirar profundamente cuando por fin lo hizo. Fue entonces cuando el hebreo comentó sus sospechas de ser perseguido a su amigo. Éste le pidió, como siempre cuando trataban ciertos temas, que bajara la voz. Se decía, se había corrido la voz por todas las provincias de Occidente, que los cristianos eran encadenados y conducidos a grandes ciudades como Emérita Augusta para servir de carnaza a los leones en el circo, y Zarael no deseaba tal fin en absoluto. Ambos concluyeron que esos días debería extremar su cautela y evitar toda práctica religiosa contra la Ley de Roma.

     Al caer el atardecer, antes de que se encendieran las antorchas en las calles de Caput Deitanum, Zarael pidió a Sot que le hiciera el favor de acompañarle a casa pues temía por su vida si le apresaban.

    Marchaban no muy tranquilos por el cardo, que debían andar de punta a punta para llegar a la casa de Zarael, cuando Sot también presintió que alguien les estaba en efecto siguiendo. Su valentía innata, propia de los turdetanos, le hizo otear en todas direcciones los tejados que tenían alrededor. Parecía una estupidez hacer saber al persecutor que conocían de su existencia, pero Sot aseguró a su compañero que, por mucho que ese alguien le diera caza – si tal cosa era lo que en realidad estaba sucediendo – debería igualmente tener pruebas y testimonios de la práctica ilegal, ya que sin los mismos los romanos jamás le condenarían. Si de algo se vanagloriaba el Imperio era de su sistema de justicia. Así y todo, no vieron, o fueron capaces de ver, a nadie observándoles, mas el presentimiento les acompañó durante el resto del trayecto.

    El cielo ya había dejado de ser azul sobre sus cabezas cuando, a apenas una manzana de su meta, la sombra que les perseguía bajó a pie de calle desde donde fuera que se escondía y gritó el nombre de Zarael a su espalda. Los dos hombres se giraron por instinto y, antes de nada, Sot le ordenó que huyera corriendo pues él se “encargaría” de la sombra que no era más que un hombre de alta estatura. Zarael acató la orden suponiendo que la fuerza de Sot y el hecho de que perteneciera a casta guerrera serían argumentos suficientes para alejar la amenaza, y salió a la carrera en dirección a su portal. Vivía solo, por lo que hubo de abrir la cancela de la puerta de madera para entrar en su casa, construida de adobe y pegada pared con pared a otras dos a izquierda y derecha.

    Cerró tras de sí y, con esperanza y elevando en susurros una plegaria a Yaveh, aguardó junto a la puerta a que Sot llamara dando por finalizado el temible capítulo que estaba padeciendo. Pensó que ojalá estuviera su padre allí: él hubiera sabido cómo enfrentarse con aquel tipo y salirse con la suya sin que les detuvieran y sin violencia, pues era un perfecto orador y sabía más de leyes que cualquier romano del pueblo.

    El primer minuto fue de oración y esperanza. El segundo de incertidumbre. El tercero ya duró como los dos anteriores juntos. Y el que hizo diez en su reloj de sudor, manos apoyadas en la madera de la puerta y latidos fuertes de un corazón desbocado por la inquietud, fue el de la desesperación porque el undécimo fue el de la voz del hombre alto sonando al otro lado. Y el terror, genuino, se hizo con el noble corazón del herrador.

    Podía entregarse y esperar un juicio justo. Pero sabía que Sot sólo lucharía hasta la muerte y conjeturó no sin ligereza que él correría su misma suerte. Escapando del miedo fue al extremo posterior de la vivienda, colocó una escala hecha con varas en la pared del patio interior y volteó al de la casa contigua por detrás. Sólo miró una vez hacia atrás antes de entrar en la vivienda vecina: cuando la estentórea voz con acento extranjero de su perseguidor volvió a llamarlo. Afortunadamente para todos, la casa estaba deshabitada y Zarael la atravesó sin más saliendo por la puerta principal a la calle. Una vez allí corrió como alma que lleva el diablo cuesta abajo, en dirección a la linde del pueblo donde empezaban las huertas y los primeros olivares.

    La oscuridad fue en esta ocasión su aliada y, aunque sintió que el otro le acechaba al principio, se supo en soledad al cabo de un buen rato. Cobijado bajo la fría luz de la gris luna en un ribazo, arrebujado tan sólo bajo la fina capa que se puso sobre la chilaba al comienzo del día.

    En otro lugar del pueblo, en el valle donde se multiplicaban las villas de los patricios, una muchacha romana nacida aquí, de nombre Selenia y ojos azules como el Mediterráneo en verano, no era capaz de conciliar el sueño: un mal presentimiento, de frío impropio para ser primavera, le rascaba la espalda impidiéndole el descanso. Selenia se levantó, harta de las vueltas sobre el lienzo apoyado en el heno, y posó su hermosísima mirada celeste en el jardín de la domus de su padre. La fuente con una estatua de Apolo continuaba haciendo fluir agua cristalina. Los naranjos lucían sus primeros azahares bajo el embrujo de la Luna. Y una ardilla traviesa aprovechaba las oscuridades para hacer acopio de insólitos manjares correteando por la arena. Mas lo idílico del micropaisaje que tenía delante en nada se correspondía con eso que estaba sintiendo, que le hurgaba el corazón y le turbaba la mente.

    Desconocía el motivo por el cual lo sentía, pero sentía que algo malo, incluso perverso, le estaba ocurriendo a su amor secreto. Y es que desde críos, cuando se conocieron, supieron el uno del otro que se trataban de almas gemelas unidas por siempre en el tiempo a través de los hados del Destino.

    Por su parte, el hombre alto, cansado de buscar a su presa por los campos sin poder evitar el viento gélido de la noche, buscó un refugio donde dormir hasta el amanecer siguiente.

    Había llegado allí para cumplir una misión específica, y siendo consciente del poder de quien se la había adjudicado, sabía que se trataba de la cabeza de Zarael o de la suya propia.

    Amaneció. Y los tordos regresaron de su ausencia invernal. Y los azahares se multiplicaron en el naranjo. Y la poda regresó al olivo como la rosa al rosal.

    Zarael despertó poco después, muerto de frío y con ojeras hasta las rodillas. Quizá hubiera dormido un par de horas tan sólo. El sol lucía en lo alto, mas unos nubarrones apostados en poniente presagiaban el diluvio que acontecería después. Una voz en su interior le aconsejó no volver al pueblo, a pesar de que otra con idéntica potestad le instaba a avisarla de lo ocurrido ayer. Se quedó unos largos minutos observando las primeras cosas más allá del olivar y el viñedo. Con el corazón hundido en el mal humor que le provocaba la tristeza se giró y, yendo hacia donde el sol se pone, cogió las sendas alternativas a la vereda – no sería seguro caminar por ésta – que llevaban y siguen llevando hoy a lo alto de la Sierra.

    No hubo andado ni media hora cuando escuchó que alguien venía tras él. Temeroso de que fuese el hombre alto se camufló como mejor pudo tras unas grandes zarzas que escoltaban el sotomonte, donde reinaban pinos y encinas por aquel entonces. Con cuidado de no rasparse o pincharse con las espinas, aguardó agazapado hasta comprobar que se trataba de dos hombres y una carreta tirada por dos bueyes. La senda era muy estrecha, y el camino fatigoso para un vehículo ancho como aquel; no obstante, pensó Zarael que aquella senda fuera el único modo de acceder al bancal que sin duda al ver los arados iban a labrar. Mas antes de salir a la luz, Zarael debía asegurarse de que estos dos fueran de la suficiente confianza como para hacerlo sin peligro. Por fortuna reconoció el rostro de quien tiraba del buey de la derecha: era Diocles, apodado El Fenicio.

    Los dos hombres se extrañaron al verle aparecer de entre la maleza. Incluso Diocles El Fenicio echó mano de la empuñadura del largo cuchillo que llevaba atado al cinto. Tras reconocerlo le saludaron y se interesaron por los motivos que le habían llevado hasta allí. En principio Zarael quiso mentir, pero su angustia y la prohibición religiosa de esta falta grave no se lo permitieron, de tal modo que relató lo ocurrido a la pareja de labradores. Comprendieron por qué en el pueblo los soldados de justicia romanos estaban buscando al asesino de Sot, encontrado muerto por una patrulla la madrugada anterior. Zarael ya dedujo anoche que su amigo había sido asesinado, mas se le aguaron en ese momento los ojos de forma inevitable ante tal pérdida. Diocles preguntó al hebreo qué iba a hacer ahora que ese criminal andaba tras él para darle muerte. La verdad era que  no lo había pensado todavía – no tenía ningún plan, por lo que caviló un instante y acertó en pedir un gran favor a El Fenicio. Éste tendría la posibilidad de avisar a Selenia, la hija de Lucio Adriano, de que él la esperaba en lo alto de la Sierra, junto a la fuente de la higuera. El Fenicio le prometió llevar en persona tal mensaje pero le advirtió que debía ser a la tarde siguiente, pues no bajarían al pueblo hasta el otro día, una vez hubieran dejado a resguardo los arados en el campo al que se dirigían. Así quedaron y continuaron juntos los tres el camino.

    Una vez los agricultores arribaron a su destino, Zarael se despidió de ellos y siguió solo. No tenía noticias del hombre alto, por lo que decidió andar aprisa para llegar cuanto antes al punto antes dicho. Estando allí ya se encargaría de agenciarse algo que comer en el bosque pues el agua, cristalina y fresca, a raudales le sobraría.

    Las nubes, los nubarrones negros y grises que habían colmado el cielo, empezaron a descargar su furia pluvial cuando Zarael ya estaba acomodado en una covacha. Había recogido unas bayas y alguna raíz comestible, y ayudado de la yesca que todo trabajador del metal llevaba siempre encima, se dispuso a cocinarlas y se apiadó de los dos labradores, pues trabajar en el campo con semejante diluvio debía resultar poco menos que una tortura.

    No le importó que la noche estuviera tan cerca, Selenia deseaba acudir ya mismo a la Sierra tras recibir el mensaje de Diocles y así lo hizo. Escapando de la casa de su padre sin que éste lo supiera, ayudada de una antorcha prendida en óleo para ver en la oscuridad, emprendió el camino por la vereda ancha que llevaba a la cima del mítico monte. Sin lágrimas pues se trataba de una mujer fuerte y decidida pese a su corta edad, con arrojo y fiereza caminaría sin descanso luchando contra los vientos nocturnos que no deseaban que lograra su objetivo. La Luna brillaba gris y azul en lo alto: el cielo estrellado ya no predecía lluvia alguna y las ramas de todos los árboles le parecían, centinelas del tenebroso camino, manos muertas intentando alcanzar las hebras de su trenzado cabello. Mas miedo, cansancio y derrota habían sido borrados en el glosario de su ímpetu, que la empujaba a cada embestida de Eolo, transformándola en la mujer más poderosa de La Tierra en esos momentos. No pensó en nada, durante el largo y pesado trayecto, que no fuera el calor de los labios de Zarael besando los suyos… y el roce de su cuerpo, cuyo nimio recuerdo la hacía estremecer llenando de pasión su fortaleza y de valor su orgullo.

    Así pues, tal fue la energía desatada por Selenia, que llegó a la cima antes de lo que hubo previsto. La fuente de la higuera se descubrió ante ella al ser iluminada por su fiel antorcha, y gritó el nombre de su amante al cielo de la noche donde nace el viento.

    Pero ninguna respuesta se escuchó. Y el bosque, y el arroyo, y el mismo monte se tornaron espejos del silencio.

    Varias horas antes la impaciencia - aunque se hubo jurado no sucumbir ante ella - se había apoderado del tesón de Zarael, que lloraba a lágrima viva sin entender muy bien por qué, sentado sobre unas peñas grises. Sólo soltó la última lágrima cuando el ruido del chasquido de una rama entre los matorrales le alertó de la presencia del extranjero.

    Se giró y puso en pie. El otro ya estaba frente a él: sacó del extraño cinto que le sujetaba la estrafalaria ropa inferior un artilugio desconocido para Zarael y…

    Selenia nunca había llorado tanto en su corta e intensa vida. Halló el cuerpo sin vida, con la cabeza ensangrentada, de su amante junto a unas rocas al lado de una enjuta encina.

    El sol la vio amanecer, antorcha apagada ya, abrazada todavía al cadáver de Zarael sobre el barro y la piedra. Se hubo quedado dormida llorando un río a su muerto. Que hizo pétreo también su corazón desde aquel día. Que hasta ocho meses después no volvió a sonreír, estando de vuelta en Roma, cuando nació su hijo – el único que tendría con el único hombre a quien amó y su alma y cuerpo entregó – de ojos tan verdes y bonitos como los que le cerraron a su padre.

    Veinte años después, y con el deseo de descubrir quién o qué mató a su progenitor, Adriano volvió a Caput Deitanum… y le apodaron El Romero por nacer en la capital del Imperio.


 Miguel Díaz Romero (c)

lunes, 27 de diciembre de 2021

Fragmento de "La furia y la tristeza" (inédito)

Buenos días, para despedir el año, os dejo un fragmento de mi ópera magna todavía inédita... espero que esté lista para mediados de 2022, "La furia y la tristeza", escrita entre 2008 y 2017:

"Y si sólo son cables, finos hilos transparentes de longitudes incalculables, los que van de nuestras extremidades y cabeza a una cruceta abstracta e infinita. “El sueño del loco, que vive atrapado en su mundo y no quiere escapar”. Y si tan sólo es lo que vemos por las tardes en televisión, haciendo ‘zapping’ un día cualquiera. O al escuchar la misma maldita canción en todos los transistores del Universo, repitiéndose una y otra vez. Y si sólo, como si empezar así la frase nos desposeyera de la razón arrojada al abismo, fuera mentira. Creyendo que en realidad esto no está pasando, y son figuras proyectadas en la pared pasando por al lado de un fuego desconocido. El agua es transparente. Y carece también de sabor. Si gritar valiera la pena, aun gritando con el más discreto y tímido de los silencios. El cordel que nos ahoga el cuello deja marcas, lo queramos o no. Al menos, nos obligamos si es que podemos al darnos cuenta de la existencia de lo que se empeñan en negar allí arriba, miramos a otro cielo y nos encomendamos, caminando contra el viento: los peces que siguen la corriente son aquellos que han muerto, a nuestra propia fortaleza para desplegar las alas y salir del Infierno… ¿volaremos, si no es otro teatro que nos crea el espejismo de la ficción, en libertad?

La tristeza son los cadáveres andantes que comen de la mano que los castiga sin razón; la furia es saberse uno cadáver y empeñarse en respirar.

 …seguiremos respirando…"

Un saludo, 

Miguel.   

lunes, 6 de mayo de 2019

La furia & la tristeza: primeras 3 páginas


Anochecería pronto, y Unkh sabía que debía regresar antes de que la noche cayera sobre el valle. Esa noche terminaba el ciclo, y la Luna llena alumbraría las praderas, que pasarían de su naranja habitual durante el día, a un azul eléctrico.
            Había estado ensayando toda la tarde para la celebración de su llegada a la mayoría de edad. Se estaba convirtiendo en hombre, y quería que todo saliese bien para que la tribu viera en él todo lo que siempre soñó: un cazador valiente y efectivo. El ‘postciervo’ cayó con la segunda flecha… sabía que debería esforzarse mucho si quería que en la celebración el animal cayera a la primera… pero estaba orgulloso, se sentía contento por sus progresos en el arte del arco.
           
            Le quedaban pocos metros para entrar en la zona segura, acotada ésta por el fin de los ‘caminos de antes’, donde el asfalto había permanecido y todavía quedaban en pie algunas construcciones anteriores. En los límites, sin esperarle a él concretamente, jugaban algunos niños de la tribu, ya enmascarados y entonando, como bien podían, los cánticos que utilizaban sus mayores para rendir tributo a la diosa Luna. Unkh los observó divertido mientras pasaba, incluso corrió detrás de un par de ellos, gritando y haciéndose pasar por el ‘demonio verde’. Los niños, comprendiendo el juego, jalearon y rieron.
            En el círculo que había quedado en el centro de la urbe, a lo que la tribu había llamado hogar, todo estaba preparado para la gran fiesta. Como cada veintiocho soles, habían colgado pieles de ‘postciervo’ y ‘gigantoliebre’ de los balcones y voladizos de las fachadas que aún quedaban en pie; habían montado en el centro una gran hoguera con maderas mágicas, que sólo los leñadores más viejos podían cortar; y el hechicero había convocado a los mejores intérpretes para representar el ‘cuento del ayer’, que narraba la historia de cómo la diosa Luna hizo que el mundo resurgiera de sus cenizas, dejando con vida sólo a los más fuertes e inteligentes de todos los seres humanos…
           
            Mientras las mujeres se engalanaban con plumas de ‘kwak’ y maquillaje traído por los druidas, los hombres rescataban del polvo sus antifaces, todos con forma de calavera para los adultos, y de máscara de gas para los jóvenes y niños.
            Conforme el cielo se iba poniendo cada vez más negro, la jovialidad se hacía más palpable en el aire de la zona segura. Algunos jóvenes, los que habían llegado a su mayoría de edad hacía poco, pensaban ya en emborracharse con el elixir del hechicero, quien preparaba una gran marmita reservada sólo para los adultos que quisieran que la diosa Luna poseyera sus cuerpos y los enviara al mundo del mañana… o del ayer. Unkh, además de desear ser un gran cazador, estaba ansioso por probar de una vez el elixir, y que la diosa Luna lo llevara más lejos de lo que ningún mayor había ido jamás, demostrando así que la profecía era cierta…
           
            A Unkh todos lo amaban: desde que nació, su nobleza y sus características físicas y espirituales lo habían hecho diferente al resto. Y, al nacer, el hechicero tiró los dados del ayer en el cuenco de barro, prediciendo que Unkh era el príncipe que llevaría a la tribu más allá de la zona segura, eliminando los peligros de la noche más allá de las torres anteriores que la delimitaban.
            Todos sabían que el hechicero nunca se equivocaba… nació antes del ‘gran catapum’, cuando el mundo estaba a punto de morir… y le hacían caso, y le seguían, pues era el más anciano y más sabio; y había demostrado su audacia y conocimientos desde el nuevo principio de los tiempos.

            La campana avisó. Antes de que el hechicero y los actores salieran hacia el centro de la plaza, donde estaba preparada la hoguera, la campana avisaba de que todos debían ocupar su sitio en torno a ella: los niños y niñas en los círculos concéntricos más próximos al fuego, después las chicas y chicos que habían alcanzado la mayoría de edad doce lunas antes de la celebración, y, por último el resto de la tribu que podía sentarse donde quisiera tras los jóvenes.
            La representación teatral estaba constituida por un único acto. Dos de los actores hacían de demonio verde; dos más de hombres de la tribu; el hechicero era el narrador, y una actriz la diosa Luna.
           
            “En el renacimiento de la Humanidad, al principio los hombres se escondieron arriba, en las montañas humeantes. En la noche más larga permanecieron todos unidos en el fondo de la roca, aguardando el amanecer.
            Prepararon fuegos y excavaron adentro, para hacer de ese lugar hostil y sombrío un nuevo hogar… allí nacieron todos los jóvenes y la mayoría de los adultos de la tribu de Unkh, donde el agua supura en la piedra y el suelo es astillado e irregular. Desconocieron las palabras de sus antepasados, y decoraron las paredes con los nuevos acontecimientos, reescribiendo su peculiar Historia. Olvidaron la sabiduría del ayer, y perdieron todo vestigio de la antigua tecnología que invadía el planeta.
           
            El cielo todavía era irrespirable, nada vivía afuera ni podía sobrevivir, cuando se dio el amanecer al otro lado de las montañas, mucho más allá del valle, en la zona no segura donde el día mata a la diosa Luna y el mundo es joven aún.
            Los demonios verdes vinieron ese amanecer, transportados por carruajes metálicos que despedían humo gris y negro, y manaban un ruido insoportable, latidos de su corazón de fuego.
            Los guerreros de la tribu, hombres fuertes y valientes, los espiaron durante todo el día y la noche siguiente, parecían buscar algo más abajo, donde termina la montaña… su piel era verde y amarilla, y sus caras estaban compuestas por dos grandes ojos de cristal y una boca con múltiples agujeros en un círculo blanco – se alimentaban de ese gas insoportable. Sus espaldas eran cuadradas y del mismo color que los carruajes; y tenían tres brazos: dos normales terminados en grandes manos blancas, y uno articulado, como una serpiente que se retuerce, que echaba un líquido viscoso y blanquecino.
           
            La tribu de Unkh conocería el miedo cuando, sin saber por qué, los demonios verdes capturaron a los vigías y los encerraron en uno de sus carruajes: el más grande, que rugía como una cierva en celo y se movía con lento caminar… el hechicero supuso que, para realizar el fuego mágico que les otorgaba la capacidad de movimiento, necesitaban de los hombres y de las mujeres, e incluso de los niños, para que sirviera su carne de leña. Nunca volvieron a ver a esos vigías… ni a los que fueron después.

            Los demonios verdes encontraron, tras buscar y buscar, un camino hacia el laberinto de grutas donde los primeros hombres habían cavado su hogar. Los hombres trataron de defenderse, con ondas, arcos y flechas, e incluso con sus mejores lanzas, pero nada podían hacer puesto que su piel hacía que rebotara la piedra tallada, y los carruajes rompían las puntas como si fueran de cristal.

            El hechicero escondió en lo más profundo de las cavernas a las mujeres y a los niños, también a la mayor parte de los jóvenes; pero los hombres lucharon durante cinco lunas contra el mal – siendo capturados o muriendo en las trifulcas.
           
            Pero, cuando todos creían que el final estaba más cerca que nunca, y que los demonios capturarían a todo el pueblo para que sirviera de leña en sus carruajes de metal, la diosa Luna limpió el cielo, apareciendo totalmente redonda por primera vez tras el gran catapum…
            … esa noche el cielo era negro y las estrellas podían verse todas, y el aire, aunque pesado, podía ser respirado sin la dificultad de los días anteriores. Los demonios verdes, al comprobar el poder de la diosa Luna, temblaron de terror y se quedaron un buen rato mirando al cielo. Después, y debido a un gran encantamiento de la diosa, perdieron su brazo articulado con que bañaban a los hombres y a las rocas en ese extraño veneno blanco. Y, poco antes de que la diosa fuera asesinada por un nuevo día, se marcharon, dejando como único rastro las huellas de sus carruajes, en forma de múltiples flechas, perdiéndose en la zona no segura, donde comienza el bosque de la muerte.

            El hechicero y los pocos guerreros que quedaban, hicieron salir a todos de las cavernas y, como ahora el aire dejaba ver más allá del valle, vieron a la gran diosa, algo debilitada por su batalla contra los demonios, encima de unas construcciones antiguas. Guiándoles hasta allí, pues esa era la tierra donde deberían vivir desde entonces…
            … caminaron durante todo el día en dirección al viejo pueblo a medio derruir, hasta que, de nuevo, la diosa Luna los alumbró con su luz azul, indicándoles que ya podían detenerse.
El lugar elegido por la diosa era mejor que las cavernas. Mucho mejor. Era cálido y seguro. Tenía campos alrededor para poder sembrar cosechas, y animales nuevos que cazar y que comer, más sanos y más fuertes. Además, no había por qué excavar en la roca para construir viviendas… tenían las cabañas de piedra que los ancestros les legaron, y podían reconstruir las hundidas o fabricar más donde sólo había arena o asfalto.
           
            Por ello, cada veintiocho noches más o menos, la diosa Luna se mostraba de nuevo con su majestuoso esplendor, para saber cómo le iba a su pueblo y otorgarles la luz azul que hizo que los demonios verdes se marcharan dejándolos en paz; y, por ello, debían santificar tal venida, con una gran fiesta, para que la diosa Luna supiera que estaban contentos con su llegada, y que la amaban y adoraban por encima de cualquier otra cosa.”

Para seguir leyendo: LA FURIA Y LA TRISTEZA (C) Miguel Díaz Romero