Sus ojos, verdes
como el trigo verde, delataban que no era de allí. De pequeño le trajeron sus
padres desde la oriental provincia de Palestina, donde vivía el Pueblo de
Israel y nació treinta años atrás. Ahora trabajaba como herrador para la legión
del Imperio, y era bien conocido entre sus vecinos del nuevo emplazamiento de
Caput Deitanum, en el sureste de la mediterránea Tarraconensis. Su nombre era
Zarael, que significa “quien está lleno de la luz de Dios”, y hasta ese idus de
abril no sospechó nunca lo que en los días siguientes acaecería:
Los romanos,
un par de décadas atrás, hicieron bajar del monte a los iberos para ir trasladándose al valle, en donde los
primeros hubieron instalado su campamento tras la conquista de Iberia y su
transformación en Hispania. De este modo, el poblado constituía un hermoso contraste de viviendas puramente
prerromanas: cabañas de adobe con tejados de palma u otras ramas anchas sobre
viguetas de madera, junto a fachadas importadas de Roma: edificios de una o dos
platas al estilo de las grandes ciudades del Imperio en continua expansión. En
esos momentos Zarael acudía a la herradería
en la que trabajaba, sita en el barrio ibero, en la planta baja de la
casa de su propietario, el ex pretor Cayo Mileso.
Había estado
presintiendo que aquella cosa le
seguía desde que hubo salido desde su
casa, varias calles al este. No quería darle importancia, pensando que en
cuestión de poco tiempo estaría en el taller, rodeado de sus compañeros y lejos
del alcance de lo que fuera que le espiaba. Desde que Roma decretara a los seguidores de Jesús de
Nazaret enemigos del Imperio, las sospechas de que cualquier vecino
fuera un delator hacían del día a día una aventura insondable. Podía ser que
esa cosa fuera un espía, un buscador
de fortuna, o un traficante de esclavos que estaba tratando de hallar cualquier
signo cristiano en Zarael para delatarlo a las autoridades.
Al fin cruzó
el quicio de la herradería y saludó a Cayo, su jefe, y a Sot, su compañero
oriundo de aquellas tierras como el romero y la carrasca. Aunque Sot lo notó
algo nervioso los primeros minutos de trabajo, no preguntó nada. Se llevaban
bien e incluso solían ir juntos a la
taberna de vez en cuando aunque la condición cristiana de Zarael le daba demasiado respeto: él era pagano y
profesaba la fe a Júpiter, por lo que no deseaba meterse en problemas
convirtiéndose en seguidor del Mesías. Aunque era obvio que tampoco se trataba
de un hombre sin escrúpulos capaz de denunciar a un amigo. Y resultaba que los
romanos habían importado muchas cosas, pero habían aprendido algo muy valioso
de los íberos aparte de la confección de telas: el honor debe estar por encima
de todo tanto en la amistad como en la guerra.
Ascendió
el mediodía y detuvieron el fuego de la fragua – se fabricaban sus propias
herraduras – para comer una hogaza de pan duro y algo de cecina de ternera.
Como de costumbre, el inmejorable vino deitano no podía faltar en cualquier
mesa. Zarael estaba impaciente porque Cayo Mileso se marchara y le dejara a
solas con Sot, incluso llegó a suspirar profundamente cuando por fin lo hizo.
Fue entonces cuando el hebreo comentó sus sospechas de ser perseguido a su
amigo. Éste le pidió, como siempre cuando trataban ciertos temas, que bajara la
voz. Se decía, se había corrido la voz por todas las provincias de Occidente,
que los cristianos eran encadenados y conducidos a grandes ciudades como
Emérita Augusta para servir de carnaza a los leones en el circo, y Zarael no
deseaba tal fin en absoluto. Ambos concluyeron que esos días debería extremar
su cautela y evitar toda práctica religiosa contra la Ley de Roma.
Al
caer el atardecer, antes de que se encendieran las antorchas en las calles de
Caput Deitanum, Zarael pidió a Sot que le hiciera el favor de acompañarle a
casa pues temía por su vida si le apresaban.
Marchaban
no muy tranquilos por el cardo, que debían andar de punta a punta para llegar a
la casa de Zarael, cuando Sot también presintió que alguien les estaba en efecto siguiendo. Su valentía innata, propia
de los turdetanos, le hizo otear en todas direcciones los tejados que tenían
alrededor. Parecía una estupidez hacer saber al persecutor que conocían de su
existencia, pero Sot aseguró a su compañero que, por mucho que ese alguien le diera caza – si tal cosa era
lo que en realidad estaba sucediendo – debería igualmente tener pruebas y
testimonios de la práctica ilegal, ya que sin los mismos los romanos jamás le
condenarían. Si de algo se vanagloriaba el Imperio era de su sistema de
justicia. Así y todo, no vieron, o fueron capaces de ver, a nadie observándoles,
mas el presentimiento les acompañó durante el resto del trayecto.
El
cielo ya había dejado de ser azul sobre sus cabezas cuando, a apenas una
manzana de su meta, la sombra que les perseguía bajó a pie de calle desde donde
fuera que se escondía y gritó el nombre de Zarael a su espalda. Los dos hombres
se giraron por instinto y, antes de nada, Sot le ordenó que huyera corriendo
pues él se “encargaría” de la sombra que no era más que un hombre de alta
estatura. Zarael acató la orden suponiendo que la fuerza de Sot y el hecho de
que perteneciera a casta guerrera serían argumentos suficientes para alejar la
amenaza, y salió a la carrera en dirección a su portal. Vivía solo, por lo que
hubo de abrir la cancela de la puerta de madera para entrar en su casa, construida
de adobe y pegada pared con pared a otras dos a izquierda y derecha.
Cerró
tras de sí y, con esperanza y elevando en susurros una plegaria a Yaveh,
aguardó junto a la puerta a que Sot llamara dando por finalizado el temible
capítulo que estaba padeciendo. Pensó que ojalá estuviera su padre allí: él
hubiera sabido cómo enfrentarse con aquel tipo y salirse con la suya sin que
les detuvieran y sin violencia, pues era un perfecto orador y sabía más de
leyes que cualquier romano del pueblo.
El
primer minuto fue de oración y esperanza. El segundo de incertidumbre. El
tercero ya duró como los dos anteriores juntos. Y el que hizo diez en su reloj
de sudor, manos apoyadas en la madera de la puerta y latidos fuertes de un
corazón desbocado por la inquietud, fue el de la desesperación porque el
undécimo fue el de la voz del hombre alto sonando al otro lado. Y el terror, genuino,
se hizo con el noble corazón del herrador.
Podía
entregarse y esperar un juicio justo. Pero sabía que Sot sólo lucharía hasta la
muerte y conjeturó no sin ligereza que él correría su misma suerte. Escapando
del miedo fue al extremo posterior de la vivienda, colocó una escala hecha con
varas en la pared del patio interior y volteó al de la casa contigua por
detrás. Sólo miró una vez hacia atrás antes de entrar en la vivienda vecina:
cuando la estentórea voz con acento extranjero de su perseguidor volvió a
llamarlo. Afortunadamente para todos, la casa estaba deshabitada y Zarael la
atravesó sin más saliendo por la puerta principal a la calle. Una vez allí
corrió como alma que lleva el diablo cuesta abajo, en dirección a la linde del
pueblo donde empezaban las huertas y los primeros olivares.
La
oscuridad fue en esta ocasión su aliada y, aunque sintió que el otro le
acechaba al principio, se supo en soledad al cabo de un buen rato. Cobijado
bajo la fría luz de la gris luna en un ribazo, arrebujado tan sólo bajo la fina
capa que se puso sobre la chilaba al comienzo del día.
En
otro lugar del pueblo, en el valle donde se multiplicaban las villas de los
patricios, una muchacha romana nacida aquí, de nombre Selenia y ojos azules
como el Mediterráneo en verano, no era capaz de conciliar el sueño: un mal
presentimiento, de frío impropio para ser primavera, le rascaba la espalda
impidiéndole el descanso. Selenia se levantó, harta de las vueltas sobre el
lienzo apoyado en el heno, y posó su hermosísima mirada celeste en el jardín de
la domus de su padre. La fuente con una estatua de Apolo continuaba haciendo
fluir agua cristalina. Los naranjos lucían sus primeros azahares bajo el
embrujo de la Luna. Y una ardilla traviesa aprovechaba las oscuridades para
hacer acopio de insólitos manjares correteando por la arena. Mas lo idílico del
micropaisaje que tenía delante en nada se correspondía con eso que estaba
sintiendo, que le hurgaba el corazón y le turbaba la mente.
Desconocía
el motivo por el cual lo sentía, pero sentía que algo malo, incluso perverso,
le estaba ocurriendo a su amor secreto. Y es que desde críos, cuando se
conocieron, supieron el uno del otro que se trataban de almas gemelas unidas
por siempre en el tiempo a través de los hados del Destino.
Por
su parte, el hombre alto, cansado de buscar a su presa por los campos sin poder
evitar el viento gélido de la noche, buscó un refugio donde dormir hasta el
amanecer siguiente.
Había
llegado allí para cumplir una misión específica, y siendo consciente del poder
de quien se la había adjudicado, sabía que se trataba de la cabeza de Zarael o
de la suya propia.
Amaneció.
Y los tordos regresaron de su ausencia invernal. Y los azahares se
multiplicaron en el naranjo. Y la poda regresó al olivo como la rosa al rosal.
Zarael
despertó poco después, muerto de frío y con ojeras hasta las rodillas. Quizá
hubiera dormido un par de horas tan sólo. El sol lucía en lo alto, mas unos
nubarrones apostados en poniente presagiaban el diluvio que acontecería
después. Una voz en su interior le aconsejó no volver al pueblo, a pesar de que
otra con idéntica potestad le instaba a avisarla de lo ocurrido ayer. Se quedó
unos largos minutos observando las primeras cosas más allá del olivar y el
viñedo. Con el corazón hundido en el mal humor que le provocaba la tristeza se
giró y, yendo hacia donde el sol se pone, cogió las sendas alternativas a la
vereda – no sería seguro caminar por ésta – que llevaban y siguen llevando hoy
a lo alto de la Sierra.
No
hubo andado ni media hora cuando escuchó que alguien venía tras él. Temeroso de
que fuese el hombre alto se camufló como mejor pudo tras unas grandes zarzas
que escoltaban el sotomonte, donde reinaban pinos y encinas por aquel entonces.
Con cuidado de no rasparse o pincharse con las espinas, aguardó agazapado hasta
comprobar que se trataba de dos hombres y una carreta tirada por dos bueyes. La
senda era muy estrecha, y el camino fatigoso para un vehículo ancho como aquel;
no obstante, pensó Zarael que aquella senda fuera el único modo de acceder al
bancal que sin duda al ver los arados iban a labrar. Mas antes de salir a la
luz, Zarael debía asegurarse de que estos dos fueran de la suficiente confianza
como para hacerlo sin peligro. Por fortuna reconoció el rostro de quien tiraba
del buey de la derecha: era Diocles, apodado El Fenicio.
Los
dos hombres se extrañaron al verle aparecer de entre la maleza. Incluso Diocles
El Fenicio echó mano de la empuñadura del largo cuchillo que llevaba atado al
cinto. Tras reconocerlo le saludaron y se interesaron por los motivos que le
habían llevado hasta allí. En principio Zarael quiso mentir, pero su angustia y
la prohibición religiosa de esta falta grave no se lo permitieron, de tal modo
que relató lo ocurrido a la pareja de labradores. Comprendieron por qué en el
pueblo los soldados de justicia romanos estaban buscando al asesino de Sot,
encontrado muerto por una patrulla la madrugada anterior. Zarael ya dedujo anoche
que su amigo había sido asesinado, mas se le aguaron en ese momento los ojos de
forma inevitable ante tal pérdida. Diocles preguntó al hebreo qué iba a hacer
ahora que ese criminal andaba tras él para darle muerte. La verdad era que no lo había pensado todavía – no tenía ningún
plan, por lo que caviló un instante y acertó en pedir un gran favor a El
Fenicio. Éste tendría la posibilidad de avisar a Selenia, la hija de Lucio
Adriano, de que él la esperaba en lo alto de la Sierra, junto a la fuente de la
higuera. El Fenicio le prometió llevar en persona tal mensaje pero le advirtió
que debía ser a la tarde siguiente, pues no bajarían al pueblo hasta el otro
día, una vez hubieran dejado a resguardo los arados en el campo al que se
dirigían. Así quedaron y continuaron juntos los tres el camino.
Una
vez los agricultores arribaron a su destino, Zarael se despidió de ellos y siguió
solo. No tenía noticias del hombre alto, por lo que decidió andar aprisa para
llegar cuanto antes al punto antes dicho. Estando allí ya se encargaría de
agenciarse algo que comer en el bosque pues el agua, cristalina y fresca, a
raudales le sobraría.
Las
nubes, los nubarrones negros y grises que habían colmado el cielo, empezaron a
descargar su furia pluvial cuando Zarael ya estaba acomodado en una covacha. Había
recogido unas bayas y alguna raíz comestible, y ayudado de la yesca que todo
trabajador del metal llevaba siempre encima, se dispuso a cocinarlas y se
apiadó de los dos labradores, pues trabajar en el campo con semejante diluvio debía
resultar poco menos que una tortura.
No
le importó que la noche estuviera tan cerca, Selenia deseaba acudir ya mismo a
la Sierra tras recibir el mensaje de Diocles y así lo hizo. Escapando de la
casa de su padre sin que éste lo supiera, ayudada de una antorcha prendida en
óleo para ver en la oscuridad, emprendió el camino por la vereda ancha que
llevaba a la cima del mítico monte. Sin lágrimas pues se trataba de una mujer
fuerte y decidida pese a su corta edad, con arrojo y fiereza caminaría sin
descanso luchando contra los vientos nocturnos que no deseaban que lograra su
objetivo. La Luna brillaba gris y azul en lo alto: el cielo estrellado ya no
predecía lluvia alguna y las ramas de todos los árboles le parecían, centinelas
del tenebroso camino, manos muertas intentando alcanzar las hebras de su
trenzado cabello. Mas miedo, cansancio y derrota habían sido borrados en el
glosario de su ímpetu, que la empujaba a cada embestida de Eolo,
transformándola en la mujer más poderosa de La Tierra en esos momentos. No
pensó en nada, durante el largo y pesado trayecto, que no fuera el calor de los
labios de Zarael besando los suyos… y el roce de su cuerpo, cuyo nimio recuerdo
la hacía estremecer llenando de pasión su fortaleza y de valor su orgullo.
Así
pues, tal fue la energía desatada por Selenia, que llegó a la cima antes de lo
que hubo previsto. La fuente de la higuera se descubrió ante ella al ser
iluminada por su fiel antorcha, y gritó el nombre de su amante al cielo de la
noche donde nace el viento.
Pero
ninguna respuesta se escuchó. Y el bosque, y el arroyo, y el mismo monte se
tornaron espejos del silencio.
Varias
horas antes la impaciencia - aunque se hubo jurado no sucumbir ante ella - se
había apoderado del tesón de Zarael, que lloraba a lágrima viva sin entender
muy bien por qué, sentado sobre unas peñas grises. Sólo soltó la última lágrima
cuando el ruido del chasquido de una rama entre los matorrales le alertó de la
presencia del extranjero.
Se
giró y puso en pie. El otro ya estaba frente a él: sacó del extraño cinto que
le sujetaba la estrafalaria ropa inferior un artilugio desconocido para Zarael
y…
Selenia
nunca había llorado tanto en su corta e intensa vida. Halló el cuerpo sin vida,
con la cabeza ensangrentada, de su amante junto a unas rocas al lado de una
enjuta encina.
El
sol la vio amanecer, antorcha apagada ya, abrazada todavía al cadáver de Zarael
sobre el barro y la piedra. Se hubo quedado dormida llorando un río a su
muerto. Que hizo pétreo también su corazón desde aquel día. Que hasta ocho
meses después no volvió a sonreír, estando de vuelta en Roma, cuando nació su
hijo – el único que tendría con el único hombre a quien amó y su alma y cuerpo
entregó – de ojos tan verdes y bonitos como los que le cerraron a su padre.
Veinte
años después, y con el deseo de descubrir quién o qué mató a su progenitor,
Adriano volvió a Caput Deitanum… y le apodaron El Romero por nacer en la capital
del Imperio.
Miguel Díaz Romero (c)