Anochecería pronto, y Unkh sabía
que debía regresar antes de que la noche cayera sobre el valle. Esa noche
terminaba el ciclo, y la Luna llena alumbraría las praderas, que pasarían de su
naranja habitual durante el día, a un azul eléctrico.
Había
estado ensayando toda la tarde para la celebración de su llegada a la mayoría
de edad. Se estaba convirtiendo en hombre, y quería que todo saliese bien para
que la tribu viera en él todo lo que siempre soñó: un cazador valiente y
efectivo. El ‘postciervo’ cayó con la segunda flecha… sabía que debería
esforzarse mucho si quería que en la celebración el animal cayera a la primera…
pero estaba orgulloso, se sentía contento por sus progresos en el arte del
arco.
Le
quedaban pocos metros para entrar en la zona segura, acotada ésta por el fin de
los ‘caminos de antes’, donde el asfalto había permanecido y todavía quedaban
en pie algunas construcciones anteriores. En los límites, sin esperarle a él
concretamente, jugaban algunos niños de la tribu, ya enmascarados y entonando,
como bien podían, los cánticos que utilizaban sus mayores para rendir tributo a
la diosa Luna. Unkh los observó divertido mientras pasaba, incluso corrió
detrás de un par de ellos, gritando y haciéndose pasar por el ‘demonio verde’.
Los niños, comprendiendo el juego, jalearon y rieron.
En
el círculo que había quedado en el centro de la urbe, a lo que la tribu había
llamado hogar, todo estaba preparado para la gran fiesta. Como cada veintiocho
soles, habían colgado pieles de ‘postciervo’ y ‘gigantoliebre’ de los balcones
y voladizos de las fachadas que aún quedaban en pie; habían montado en el
centro una gran hoguera con maderas mágicas, que sólo los leñadores más viejos
podían cortar; y el hechicero había convocado a los mejores intérpretes para representar
el ‘cuento del ayer’, que narraba la historia de cómo la diosa Luna hizo que el
mundo resurgiera de sus cenizas, dejando con vida sólo a los más fuertes e
inteligentes de todos los seres humanos…
Mientras
las mujeres se engalanaban con plumas de ‘kwak’ y maquillaje traído por los
druidas, los hombres rescataban del polvo sus antifaces, todos con forma de
calavera para los adultos, y de máscara de gas para los jóvenes y niños.
Conforme
el cielo se iba poniendo cada vez más negro, la jovialidad se hacía más
palpable en el aire de la zona segura. Algunos jóvenes, los que habían llegado
a su mayoría de edad hacía poco, pensaban ya en emborracharse con el elixir del
hechicero, quien preparaba una gran marmita reservada sólo para los adultos que
quisieran que la diosa Luna poseyera sus cuerpos y los enviara al mundo del
mañana… o del ayer. Unkh, además de desear ser un gran cazador, estaba ansioso
por probar de una vez el elixir, y que la diosa Luna lo llevara más lejos de lo
que ningún mayor había ido jamás, demostrando así que la profecía era cierta…
A
Unkh todos lo amaban: desde que nació, su nobleza y sus características físicas
y espirituales lo habían hecho diferente al resto. Y, al nacer, el hechicero
tiró los dados del ayer en el cuenco de barro, prediciendo que Unkh era el
príncipe que llevaría a la tribu más allá de la zona segura, eliminando los
peligros de la noche más allá de las torres anteriores que la delimitaban.
Todos
sabían que el hechicero nunca se equivocaba… nació antes del ‘gran catapum’,
cuando el mundo estaba a punto de morir… y le hacían caso, y le seguían, pues
era el más anciano y más sabio; y había demostrado su audacia y conocimientos
desde el nuevo principio de los tiempos.
La
campana avisó. Antes de que el hechicero y los actores salieran hacia el centro
de la plaza, donde estaba preparada la hoguera, la campana avisaba de que todos
debían ocupar su sitio en torno a ella: los niños y niñas en los círculos
concéntricos más próximos al fuego, después las chicas y chicos que habían
alcanzado la mayoría de edad doce lunas antes de la celebración, y, por último
el resto de la tribu que podía sentarse donde quisiera tras los jóvenes.
La
representación teatral estaba constituida por un único acto. Dos de los actores
hacían de demonio verde; dos más de hombres de la tribu; el hechicero era el
narrador, y una actriz la diosa Luna.
“En
el renacimiento de la Humanidad, al principio los hombres se escondieron
arriba, en las montañas humeantes. En la noche más larga permanecieron todos
unidos en el fondo de la roca, aguardando el amanecer.
Prepararon
fuegos y excavaron adentro, para hacer de ese lugar hostil y sombrío un nuevo
hogar… allí nacieron todos los jóvenes y la mayoría de los adultos de la tribu
de Unkh, donde el agua supura en la piedra y el suelo es astillado e irregular.
Desconocieron las palabras de sus antepasados, y decoraron las paredes con los
nuevos acontecimientos, reescribiendo su peculiar Historia. Olvidaron la
sabiduría del ayer, y perdieron todo vestigio de la antigua tecnología que
invadía el planeta.
El
cielo todavía era irrespirable, nada vivía afuera ni podía sobrevivir, cuando
se dio el amanecer al otro lado de las montañas, mucho más allá del valle, en
la zona no segura donde el día mata a la diosa Luna y el mundo es joven aún.
Los
demonios verdes vinieron ese amanecer, transportados por carruajes metálicos
que despedían humo gris y negro, y manaban un ruido insoportable, latidos de su
corazón de fuego.
Los
guerreros de la tribu, hombres fuertes y valientes, los espiaron durante todo
el día y la noche siguiente, parecían buscar algo más abajo, donde termina la
montaña… su piel era verde y amarilla, y sus caras estaban compuestas por dos
grandes ojos de cristal y una boca con múltiples agujeros en un círculo blanco
– se alimentaban de ese gas insoportable. Sus espaldas eran cuadradas y del
mismo color que los carruajes; y tenían tres brazos: dos normales terminados en
grandes manos blancas, y uno articulado, como una serpiente que se retuerce, que
echaba un líquido viscoso y blanquecino.
La
tribu de Unkh conocería el miedo cuando, sin saber por qué, los demonios verdes
capturaron a los vigías y los encerraron en uno de sus carruajes: el más
grande, que rugía como una cierva en celo y se movía con lento caminar… el
hechicero supuso que, para realizar el fuego mágico que les otorgaba la
capacidad de movimiento, necesitaban de los hombres y de las mujeres, e incluso
de los niños, para que sirviera su carne de leña. Nunca volvieron a ver a esos
vigías… ni a los que fueron después.
Los
demonios verdes encontraron, tras buscar y buscar, un camino hacia el laberinto
de grutas donde los primeros hombres habían cavado su hogar. Los hombres
trataron de defenderse, con ondas, arcos y flechas, e incluso con sus mejores
lanzas, pero nada podían hacer puesto que su piel hacía que rebotara la piedra
tallada, y los carruajes rompían las puntas como si fueran de cristal.
El
hechicero escondió en lo más profundo de las cavernas a las mujeres y a los
niños, también a la mayor parte de los jóvenes; pero los hombres lucharon
durante cinco lunas contra el mal – siendo capturados o muriendo en las
trifulcas.
Pero,
cuando todos creían que el final estaba más cerca que nunca, y que los demonios
capturarían a todo el pueblo para que sirviera de leña en sus carruajes de
metal, la diosa Luna limpió el cielo, apareciendo totalmente redonda por
primera vez tras el gran catapum…
…
esa noche el cielo era negro y las estrellas podían verse todas, y el aire,
aunque pesado, podía ser respirado sin la dificultad de los días anteriores.
Los demonios verdes, al comprobar el poder de la diosa Luna, temblaron de
terror y se quedaron un buen rato mirando al cielo. Después, y debido a un gran
encantamiento de la diosa, perdieron su brazo articulado con que bañaban a los
hombres y a las rocas en ese extraño veneno blanco. Y, poco antes de que la
diosa fuera asesinada por un nuevo día, se marcharon, dejando como único rastro
las huellas de sus carruajes, en forma de múltiples flechas, perdiéndose en la
zona no segura, donde comienza el bosque de la muerte.
El
hechicero y los pocos guerreros que quedaban, hicieron salir a todos de las
cavernas y, como ahora el aire dejaba ver más allá del valle, vieron a la gran
diosa, algo debilitada por su batalla contra los demonios, encima de unas
construcciones antiguas. Guiándoles hasta allí, pues esa era la tierra donde
deberían vivir desde entonces…
…
caminaron durante todo el día en dirección al viejo pueblo a medio derruir,
hasta que, de nuevo, la diosa Luna los alumbró con su luz azul, indicándoles
que ya podían detenerse.
El lugar
elegido por la diosa era mejor que las cavernas. Mucho mejor. Era cálido y
seguro. Tenía campos alrededor para poder sembrar cosechas, y animales nuevos
que cazar y que comer, más sanos y más fuertes. Además, no había por qué
excavar en la roca para construir viviendas… tenían las cabañas de piedra que
los ancestros les legaron, y podían reconstruir las hundidas o fabricar más
donde sólo había arena o asfalto.
Por
ello, cada veintiocho noches más o menos, la diosa Luna se mostraba de nuevo
con su majestuoso esplendor, para saber cómo le iba a su pueblo y otorgarles la
luz azul que hizo que los demonios verdes se marcharan dejándolos en paz; y,
por ello, debían santificar tal venida, con una gran fiesta, para que la diosa
Luna supiera que estaban contentos con su llegada, y que la amaban y adoraban
por encima de cualquier otra cosa.”
Para seguir leyendo: LA FURIA Y LA TRISTEZA (C) Miguel Díaz Romero
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