sábado, 11 de mayo de 2019

Corazón de acero I


Fer se quedó mirando el repicar de la lluvia sobre el letrero de neón, naranja y azul, del hostal que siempre había estado frente a su casa. Las noches se alargaban en ese otoño gélido de soledades. Se había quedado solo ahora que su madre había muerto y tras recibir la carta de su padre, desde un país extranjero, confirmando su negativa a regresar. Quién quisiera vivir en la ciudad de los robots… nadie excepto unos pocos, valientes o exiliados, que seguían allí, emprendedores o atrapados, como Fer. Fer había nacido en la ciudad: era uno de los pocos humanos nativos de Vomisa. Había ido a la escuela de humanos rodeado de profesores y enfermeras androides; compraba en el único supermercado que tenía alimentos y bebidas para seres orgánicos propiedad de un androide; trabajaba en la fábrica de repuestos para su jefe androide con compañeros androides… pero algo le decía, cada vez que intentaba salir de allí, que ese era “su” lugar: su destino, su prisión, su sueño. La casa de su madre estaba pagada: tenía dos plantas y, aunque era estrecha, el suelo era de su propiedad y tal cosa en Vomisa era todo un privilegio. Algún día, cuando estuviere preparado, la venderá y saldrá de ese inhóspito para el noventa por ciento de nosotros lugar. Dio un sorbo a ese refresco de sabor naranja… o al menos eso decía en la lata, y se sentó nuevamente frente a la pantalla de su ordenador. En la programación pondrían alguna película medianamente interesante. Al día siguiente no madrugaba porque le dieron dos días libres por el fallecimiento de su madre. El sonido de la película inundó la estancia. Fer miraba las imágenes sin verlas… a pesar de todo, no podía dejar de pensar en todo, y en ella.


Miguel Díaz Romero (c) 2019

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