Fer se quedó mirando el repicar
de la lluvia sobre el letrero de neón, naranja y azul, del hostal que siempre
había estado frente a su casa. Las noches se alargaban en ese otoño gélido de
soledades. Se había quedado solo ahora que su madre había muerto y tras recibir
la carta de su padre, desde un país extranjero, confirmando su negativa a
regresar. Quién quisiera vivir en la ciudad de los robots… nadie excepto unos
pocos, valientes o exiliados, que seguían allí, emprendedores o atrapados, como
Fer. Fer había nacido en la ciudad: era uno de los pocos humanos nativos de
Vomisa. Había ido a la escuela de humanos rodeado de profesores y enfermeras
androides; compraba en el único supermercado que tenía alimentos y bebidas para
seres orgánicos propiedad de un androide; trabajaba en la fábrica de repuestos
para su jefe androide con compañeros androides… pero algo le decía, cada vez
que intentaba salir de allí, que ese era “su” lugar: su destino, su prisión, su
sueño. La casa de su madre estaba pagada: tenía dos plantas y, aunque era
estrecha, el suelo era de su propiedad y tal cosa en Vomisa era todo un
privilegio. Algún día, cuando estuviere preparado, la venderá y saldrá de ese
inhóspito para el noventa por ciento de nosotros lugar. Dio un sorbo a ese
refresco de sabor naranja… o al menos eso decía en la lata, y se sentó
nuevamente frente a la pantalla de su ordenador. En la programación pondrían
alguna película medianamente interesante. Al día siguiente no madrugaba porque
le dieron dos días libres por el fallecimiento de su madre. El sonido de la
película inundó la estancia. Fer miraba las imágenes sin verlas… a pesar de
todo, no podía dejar de pensar en todo, y en ella.
Miguel Díaz Romero (c) 2019
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