El
pulso acelerado, sin descanso. ¿Tenía quizá un motivo más allá de su aroma la
flor? ¿Tenía quizá un motivo más allá de su tenue lumbre la Luna? Somos
finalmente encadenados todos en la cueva de Platón. 02660 se le quedó mirando
un largo rato: todo el que Fer necesitó para mudar su rostro innumerables veces
buscando un motivo empírico para su robótico amor. No la conocía. No había
hablado con ella más que ese par de frases anteriores, rota la conversación por
una pregunta sin respuesta. Ni si quiera era de su misma especie, buscando sólo
el sexo como razón. Era un trozo de metal con piernas sintéticas, con voz
electrónica, con ojos de un verde… “tus ojos”, pudiera haber dicho, pero no
sería verdad. Qué hace que amemos, qué hace que suframos dolor por lo que
sienta el otro, qué nos distingue de nuestra tostadora. 02660 no sabía cómo
comportarse: el amor entre robots era algo extraño, tan sólo cierta simpatía
aprendida que los hacía unirse en sociedad por un bien común. Sin embargo, para
Fer era… ¿qué? Sabía que la amaba, tanto que no podía mentirle. “No lo sé”,
arriesgándolo todo musitó. Pero en la mente virtual de 02660 aquella respuesta
no cabía. Los códigos binarios que formaban su ser necesitaban un porqué. Y Fer
no se lo daría. “Entonces no puede ser amor”, dijo ella con su dulce voz de
radiocassette. Y el corazón de Fer empezó a latir con una fuerza que creyó
olvidada… recordó la muerte de sus padres, recordó la soledad de una ciudad de
droides en mitad de un mundo soberbio y cruel, recordó que era un hombre
enamorado de una máquina sin saber por qué. Apretó los dientes, cerró los ojos,
se hincó las uñas en las palmas de las manos y tragó saliva de estropajos en
llamas… un instante después, la cabeza de 02660 rodaba por el suelo del pasillo
al final de las escaleras. FIN
Miguel Díaz Romero (c) 2019
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