“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista
real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi
Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”
Imagen cedida por Luis Basanta |
9.EL BARDO DEL REY
"Aquel
mes del año 130 fue la constatación de que el ciclo de la Naturaleza, tal y como
lo conocieron los hombres anteriores al 'gran catapum', había regresado... el
invierno, todavía frío por la noche, había durado lo suficiente como para ser
advertido por todos nosotros y, aunque según los libros de botánica todavía era
un poco pronto, la floración de los almendros en los campos circundantes a mi
preciosa Génesis puso la esperanza y la ilusión de la próxima primavera en
nuestros corazones.
Los
primeros insectos también, abejorros sobretodo, comenzaron a surgir de sus
inéditos lechos invernales sumándose a la sinfonía anual de eclosiones y crisol
de aromas y colores.
Además,
se corrió la voz entre los vecinos de la Ciudad del Recomienzo que el Lago Dürum, seco
hasta ese invierno, se había copado rebosante de agua cristalina gracias al
deshielo de los Montes Ajab; y las caravanas de ociosos visitantes llenaron el
camino al lago ese primer fin de semana del mes y último del invierno para, los
más osados y menos temerosos del residuo glacial, darse un baño que hasta
entonces sólo había existido en las leyendas del pasado en nuestra amadísima
urbe Luz de las Naciones."
Droser, el bardo del Rey, ensilló a su caballo Holeb, de crines negras y piel brillante, cuando el sol todavía no había despuntado por compelto sobre la imaginada línea del horizonte. Vivía en palacio, junto con el resto de vasallos directos y empleados de mi Señor Kratka, Monarca de Génesis y sus territorios, por lo que tuvo que atravesar media ciudad hasta llegar al cruce de caminos que, por el oeste, lleva al lago Dürum allende el campo se hace monte. El rocío, afortunadamente para su reuma, esa madrugada no había llegado a congelarse formando flores de escarcha y hielo sobre la piel del matorral y el terruño. Holeb cabalgó raudo dejando atrás el empedrado y pisando fuerte el barro tieso de las veredas... como era un día laboral, nadie excepto él a esas tempranas horas recorría su mismo camino hacia el alma eterna de la mágica Naturaleza.
Droser, el bardo del Rey, ensilló a su caballo Holeb, de crines negras y piel brillante, cuando el sol todavía no había despuntado por compelto sobre la imaginada línea del horizonte. Vivía en palacio, junto con el resto de vasallos directos y empleados de mi Señor Kratka, Monarca de Génesis y sus territorios, por lo que tuvo que atravesar media ciudad hasta llegar al cruce de caminos que, por el oeste, lleva al lago Dürum allende el campo se hace monte. El rocío, afortunadamente para su reuma, esa madrugada no había llegado a congelarse formando flores de escarcha y hielo sobre la piel del matorral y el terruño. Holeb cabalgó raudo dejando atrás el empedrado y pisando fuerte el barro tieso de las veredas... como era un día laboral, nadie excepto él a esas tempranas horas recorría su mismo camino hacia el alma eterna de la mágica Naturaleza.
Tan
sólo unos corzos de seis patas se le cruzaron con su alegre brincar,
escapándose después entre los vastos bancales plantados y preñados de dorado
cereal.
El disco solar, amarillo como el pétalo de la margarita, lo descubrió entero apeándose de Holeb junto a la ribera del lago Dürum, entre encinas milenarias y en medio de un bosque de carrasco verde que se extendía en todas direcciones y, desde ese punto frente a la balsa quieta y brillante por la luz, parecía no tener fin a los ojos del embelesado caminante.
Droser ató a Holeb al tronco de un carrasco y sacó de la alforja un cuaderno y un lápiz: deseaba regalar al Rey, así era su oficio de aeda real, una oda a esa primerísima primavera después de más de un siglo sin existir. Se sentó en un lecho de arena arcillosa roja y marrón, y lápiz en mano se dispuso a que el poema viniera manchando de letras el blanquecino y solitario, mudo, papel.
El disco solar, amarillo como el pétalo de la margarita, lo descubrió entero apeándose de Holeb junto a la ribera del lago Dürum, entre encinas milenarias y en medio de un bosque de carrasco verde que se extendía en todas direcciones y, desde ese punto frente a la balsa quieta y brillante por la luz, parecía no tener fin a los ojos del embelesado caminante.
Droser ató a Holeb al tronco de un carrasco y sacó de la alforja un cuaderno y un lápiz: deseaba regalar al Rey, así era su oficio de aeda real, una oda a esa primerísima primavera después de más de un siglo sin existir. Se sentó en un lecho de arena arcillosa roja y marrón, y lápiz en mano se dispuso a que el poema viniera manchando de letras el blanquecino y solitario, mudo, papel.
Respiró
hondamente: aprehendiendo todo el espacio floral que lo envolvía con su abrazo
fragante. Nada. El lápiz, apoyado cerca de la esquina superior izquierda del
papel, bostezó una vez ante la pasmosa quietud de los dedos que lo asían.
Droser hizo crujir sus vértebras cervicales; derecha, izquierda; y se esforzó
porque el primer verso: el más importante y que probablemente diera título a la
hermosa y platónica oda, aflorara en su mente y se derritiera sobre la
celulosa. Nada. Aspiró de nuevo el aire en torno a sí. El lago no se movía en
absoluto: ni una pizca de brisa hacía ondear la superficie quieta de agua
coloreada por el reflejo del bucólico entorno. Era una imagen preciosa. Una
estampa idílica digna de ser retratada por un gran pintor, o descrita
bellamente por él mismo... hizo pues repicar el cabo del lápiz varias veces
contra la cartulina dura de su cuaderno, como el 'tam tam' que llama a la
lluvia según algunas tribus del noreste. Nada otra vez; y nada de nuevo.
Empezó,
sin querer, a ponerse nervioso.
Él era el bardo del Rey; escogido entre cien poetas de toda la Península para tan noble y alto menester. ¿Cómo era posible que, incluyendo ese magnífico y esplendoroso paisaje cuasi celestial, no tuviera la menor idea de cómo empezar un simple poema? Dejó el cuaderno, sin soltar el lápiz, sobre la arena y se puso en pie. Entrelazó una y cien veces el lapicero con los dedos de su mano derecha mientras paseaba, arrítmico y frenético, de un lado a otro sin sentido dejando huellas en un surco regular sobre la arcilla roja. El lago lo miraba atónito, desconociendo qué clase de secretos imposibles se tejían en la mente del poeta, que lo hacían devenir así... quizá no fue el canto de la abubilla sino una risotada sonora del paisaje lo que Droser oyó entre las ramas de los pinos que lo cercaban. Cada vez parecían estar éstos más y más cerca de él: controlando sus movimientos en la escueta playa, tratando tal vez de leer sus pensamientos de incertidumbre que, ausente de elocuencia, no tardarían en convertirse en terror.
-Vamos
-terminó por decir en voz alta; constatando así los pinos que aquel tipo tan
gracioso había acabado volviéndose completamente loco; hablando consigo mismo-:
coge ese papel y escribe el más bello de todos cuantos poemas hayan sido
engendrados sobre la faz de la
Tierra a lo largo y ancho de los Tiempos.
Cogió
pues el papel, se sentó en ese cómodo ribazo de fina y dura arena, apoyó el
lápiz sobre el abismo blanco y sordo, y... ¡Nada!
-Maldita
sea mi estampa... -musitó.
Sintió
cómo su corazón bombeaba decalitros y decalitros de sangre sin ritmo ni
control. Sintió cómo el cielo giraba y giraba subido a una noria cósmica. Pudo
oír la carcajada burlona de los árboles y las aves rodeándole con su sorna
cruel...
Harto
al fin de que no llegara la ansiada inspiración esquiva, en un arrebato de
furia, en un absceso inconsciente de ira super-humana, dio un grito de rabia y
rompió el cálamo por la mitad haciendo astillas la mina de carbono negro que
alojó en su interior. Cogió asimismo, dejándose llevar por esa furibunda subida
de adrenalina que le prendió todo el sistema nervioso, el cuaderno y rasgó la
hoja de papel convirtiendo en trizas su pulcritud.
Como último acto de su trágica comedia de destrucción, le pegó un puñetazo al tronco del roble más cercano haciéndose daño y sangrar sus nudillos... para lavarlos, corrió a donde el agua ya no reía y le aguardaba más fresca que fría con sus brazos abiertos de quietud. Tan agradable le fue el tacto del líquido elemento en las manos que finalizó por desnudarse por completo e introducir su cuerpo en él.
Como último acto de su trágica comedia de destrucción, le pegó un puñetazo al tronco del roble más cercano haciéndose daño y sangrar sus nudillos... para lavarlos, corrió a donde el agua ya no reía y le aguardaba más fresca que fría con sus brazos abiertos de quietud. Tan agradable le fue el tacto del líquido elemento en las manos que finalizó por desnudarse por completo e introducir su cuerpo en él.
Por
instinto más que por saber, nadó hasta una isleta donde un sauce reinaba el
lago Dürum; recién apodado por la gente como el Dürum-Hay, que es el Rey de
Dürum; y regresó. Y una vez en la orilla, miró el lápiz y el cuaderno rotos y
sintió de nuevo ira y de nuevo se zambulló. Y nadó hasta la peña de Dürum-Hay y
regresó. Así siete veces siete y, con el cansancio gobernando hasta la última
célula de su ser, miró hacia el cálamo y el papel se dio cuenta de que ya
estaba tranquilo y que la oda a la primavera no le importaba en absoluto.
Así, despacio y adolorido por el deportista esfuerzo, se vistió. Se sentó en la arena. Respiró y, sin querer y sin pensar, casi sin sentir nada a decir verdad, cogió el trozo de lápiz que todavía tenía punta y una hoja nueva de papel... y escribió.
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