“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista
real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi
Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”
8.
ÉRASE UNA VEZ EN MEGALISBOA
“Génesis, y los territorios de las tribus bajo su
protectorado, conforman un reino, una monarquía en la que Kratka es soberano
porque Kurt, hijo de Unkh el fundador de la ciudad y Luz del Recomienzo, lo designó
como tal al nombrarlo Virrey y morir sin descendencia. En esta monarquía, por
tanto, es el Rey quien nombra a un sucesor en el trono y que, según la última
Ley firmada por mi Señor Kratka al respecto, no tiene por qué ser el hijo o un
familiar de éste. De hecho, Kratka no tiene hoy día descendientes directos, y
todo apunta ahora a que, en el futuro, lo sustituya a su muerte o abdicación el
joven Dorian, actual Virrey de la preciosa, preciosísima, Génesis.
En cuanto a Megalisboa, según las noticias que nos llegan
desde allí de los viajeros o de los disidentes que están tramitando su
ciudadanía genésica, se trata de una forma de gobierno aparentemente muy
parecida a la monarquía pero en la cual, en lugar de un soberano rey, domina o
gobierna sobre todos los habitantes un dictador o como se hace llamar Artorius a
sí mismo: un Guía. El Guía se rodea de, principalmente, los más ricos; al
contrario de Génesis, donde Kratka se rodea de los más sabios; y tiene un trato
de favor con éstos, representantes a su vez de la banca y las grandes empresas
constructoras o comercializadoras de su mega-urbe y los territorios
“colonizados” por su ejército.
A tenor de esta apreciación, se da también una diferencia
en el significado o concepto de “propiedad privada”; ya que mientras que en
nuestra amadísima ciudad tratamos que los más pobres tengan su propia vivienda
de protección social, poseen al llegar a la mayoría de edad o al contraer
matrimonio su propia vivienda, pagada con los impuestos que el departamento de
urbanismo de Palacio cobra a todos los obreros y mercaderes o propietarios de
establecimientos y profesores – los estudiantes de la Akademia y los
trabajadores de Palacio están exentos – en caso de no poder pagarla ellos; en
Megalisboa todo el suelo y, por tanto, las viviendas, pertenecen a Artorius y
él, mediante un contrato de larguísima duración, las alquila a quien más puja
por ellas o por el suelo, y estos poderosos que pueden permitir pagar tan alto
tributo, las “prestan” bajo lo que ellos llaman “préstamo de vivienda” a los
ciudadanos; de tal forma que, en realidad y en la práctica a largo plazo, los
habitantes nunca son los verdaderos propietarios de las casas que “adquieren” y
están pagando durante la mayor parte de sus endeudadas vidas.”
La ciudad se dividía en perímetros: estos respondían a dos
distinciones básicas, una física: había vallados, verjas e incluso muros entre
ellos; y otra social: cada perímetro alejado del perímetro cero, donde se
hallaba la sede del gobierno y vivía Artorius, quien prácticamente no salía de
él, era un peldaño inferior en la escala de estatus económicos de la urbe. De
este modo los perímetros cero y uno estaban reservados a la plutocracia y los
millonarios; del dos al cinco, estaban habitados por la clase media-alta; el
seis y el siete, los más estrechos de todos, eran los de la escasísima clase
media megalisboeta; el ocho era el último de aquellos poblados por los
considerados “ciudadanos”, que pagaban impuestos y tenían derecho a la educación
y a la sanidad privada, donde se encontraban los pobres; y del nueve al quince
eran los perímetros no oficiales, vastos y casi interminables, donde se
hacinaban inmigrantes, generaciones de mutantes y los miserables… éstos no eran
“ciudadanos” a pesar de que sumaban un número igual o superior que los
“verdaderos” megalisboetas.
Esta breve historia se ubica en un parque del perímetro
seis, en una mañana fría del segundo mes del año ciento treinta tras el ‘gran
catapum’. La empresa “propietaria” del perímetro ese año no reservó nada, absolutamente
nada, para los jardines y parques en sus presupuestos generales; por lo que
todos, debido a las inclemencias del invierno en el oeste, presentaban un
aspecto deplorable en ese tramo cuando la primavera estaba ya a punto de
eclosionar con su crisol de fragancias y colores.
Shannon había tenido la idea y se la había comentado a sus
amigas en el colegio para adolescentes en el que estudiaba. Éstas habían
convencido a su vez a otras chicas y chicos de su entorno para que se unieran a
lo que denominaron “milicia”. Habían estado ahorrando su paga todo ese mes para
conseguir dinero para su objetivo, uno que no habían declarado a nadie que no
perteneciera a la jovencísima banda. También temían que la guardia; que en
realidad se trataba, para cada perímetro o grupo de éstos, de los agentes de
seguridad contratados por la compañía “propietaria”; les impidiera llevar a
cabo la que sería su primera misión, que estaban ansiosos por llevar a cabo.
Shannon ordenó a Joao que frenara en seco frente al parque.
El coche de Rodrigues y el de Suso se detuvieron tras él también de golpe. Los
dejaron mal aparcados por si aparecían los agentes de seguridad y tenían que
salir huyendo con lo puesto. Todos los que al final se presentaron se pusieron
a bajar, frenéticos, las flores y los pequeños arbolitos; las palas y los
picos; los sacos de tierra negra y el humus; y todo lo que necesitaban para su
objetivo y dar el golpe.
El primer grupo, ante la estupefacción de la gente que
pasaba por allí y se preguntaba qué diantres estaban haciendo esos jovenzuelos,
se encargó de arrancar rápidamente toda la mala yerba y el matojo desordenado y
descuidado del terrenillo más cercano a la acera y por tanto a la calzada.
El segundo grupo entonces, conforme se iba despejando el
pedazo de tierra, iba plantando las flores y las otras plantas de ornamento
para exteriores según el plano de jardín pre-diseñado por la misma Shannon, a
quien le apasionaba el curioso y caro arte de la jardinería.
En cuestión de media hora larga; y con las sirenas de la
guardia sonando de fondo avisada para dar al traste con lo que el gobierno de
Artorius pudiera tildar de “conato de pensamiento seditivo”, Nina, la chica de
Rodrigues, hacía la fotografía del primer “atentado floral” de la milicia
“Flower the Nation!”, y los tres coches salieron pitando. Habían logrado su
primera misión: cambiar lo gris por lo colorido en ese parque de la Avenida Bragança…
el primer paso para su ulterior y más profundo objetivo: hacer del suyo un
mundo más bello, mejor.
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