lunes, 27 de abril de 2020

Fábulas post-apocalípticas VIII


“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”



8.    ÉRASE UNA VEZ EN MEGALISBOA


“Génesis, y los territorios de las tribus bajo su protectorado, conforman un reino, una monarquía en la que Kratka es soberano porque Kurt, hijo de Unkh el fundador de la ciudad y Luz del Recomienzo, lo designó como tal al nombrarlo Virrey y morir sin descendencia. En esta monarquía, por tanto, es el Rey quien nombra a un sucesor en el trono y que, según la última Ley firmada por mi Señor Kratka al respecto, no tiene por qué ser el hijo o un familiar de éste. De hecho, Kratka no tiene hoy día descendientes directos, y todo apunta ahora a que, en el futuro, lo sustituya a su muerte o abdicación el joven Dorian, actual Virrey de la preciosa, preciosísima, Génesis.


 

En cuanto a Megalisboa, según las noticias que nos llegan desde allí de los viajeros o de los disidentes que están tramitando su ciudadanía genésica, se trata de una forma de gobierno aparentemente muy parecida a la monarquía pero en la cual, en lugar de un soberano rey, domina o gobierna sobre todos los habitantes un dictador o como se hace llamar Artorius a sí mismo: un Guía. El Guía se rodea de, principalmente, los más ricos; al contrario de Génesis, donde Kratka se rodea de los más sabios; y tiene un trato de favor con éstos, representantes a su vez de la banca y las grandes empresas constructoras o comercializadoras de su mega-urbe y los territorios “colonizados” por su ejército.

 

A tenor de esta apreciación, se da también una diferencia en el significado o concepto de “propiedad privada”; ya que mientras que en nuestra amadísima ciudad tratamos que los más pobres tengan su propia vivienda de protección social, poseen al llegar a la mayoría de edad o al contraer matrimonio su propia vivienda, pagada con los impuestos que el departamento de urbanismo de Palacio cobra a todos los obreros y mercaderes o propietarios de establecimientos y profesores – los estudiantes de la Akademia y los trabajadores de Palacio están exentos – en caso de no poder pagarla ellos; en Megalisboa todo el suelo y, por tanto, las viviendas, pertenecen a Artorius y él, mediante un contrato de larguísima duración, las alquila a quien más puja por ellas o por el suelo, y estos poderosos que pueden permitir pagar tan alto tributo, las “prestan” bajo lo que ellos llaman “préstamo de vivienda” a los ciudadanos; de tal forma que, en realidad y en la práctica a largo plazo, los habitantes nunca son los verdaderos propietarios de las casas que “adquieren” y están pagando durante la mayor parte de sus endeudadas vidas.”

 

La ciudad se dividía en perímetros: estos respondían a dos distinciones básicas, una física: había vallados, verjas e incluso muros entre ellos; y otra social: cada perímetro alejado del perímetro cero, donde se hallaba la sede del gobierno y vivía Artorius, quien prácticamente no salía de él, era un peldaño inferior en la escala de estatus económicos de la urbe. De este modo los perímetros cero y uno estaban reservados a la plutocracia y los millonarios; del dos al cinco, estaban habitados por la clase media-alta; el seis y el siete, los más estrechos de todos, eran los de la escasísima clase media megalisboeta; el ocho era el último de aquellos poblados por los considerados “ciudadanos”, que pagaban impuestos y tenían derecho a la educación y a la sanidad privada, donde se encontraban los pobres; y del nueve al quince eran los perímetros no oficiales, vastos y casi interminables, donde se hacinaban inmigrantes, generaciones de mutantes y los miserables… éstos no eran “ciudadanos” a pesar de que sumaban un número igual o superior que los “verdaderos” megalisboetas.

 

Esta breve historia se ubica en un parque del perímetro seis, en una mañana fría del segundo mes del año ciento treinta tras el ‘gran catapum’. La empresa “propietaria” del perímetro ese año no reservó nada, absolutamente nada, para los jardines y parques en sus presupuestos generales; por lo que todos, debido a las inclemencias del invierno en el oeste, presentaban un aspecto deplorable en ese tramo cuando la primavera estaba ya a punto de eclosionar con su crisol de fragancias y colores.

 

Shannon había tenido la idea y se la había comentado a sus amigas en el colegio para adolescentes en el que estudiaba. Éstas habían convencido a su vez a otras chicas y chicos de su entorno para que se unieran a lo que denominaron “milicia”. Habían estado ahorrando su paga todo ese mes para conseguir dinero para su objetivo, uno que no habían declarado a nadie que no perteneciera a la jovencísima banda. También temían que la guardia; que en realidad se trataba, para cada perímetro o grupo de éstos, de los agentes de seguridad contratados por la compañía “propietaria”; les impidiera llevar a cabo la que sería su primera misión, que estaban ansiosos por llevar a cabo.

 

Shannon ordenó a Joao que frenara en seco frente al parque. El coche de Rodrigues y el de Suso se detuvieron tras él también de golpe. Los dejaron mal aparcados por si aparecían los agentes de seguridad y tenían que salir huyendo con lo puesto. Todos los que al final se presentaron se pusieron a bajar, frenéticos, las flores y los pequeños arbolitos; las palas y los picos; los sacos de tierra negra y el humus; y todo lo que necesitaban para su objetivo y dar el golpe.

 

El primer grupo, ante la estupefacción de la gente que pasaba por allí y se preguntaba qué diantres estaban haciendo esos jovenzuelos, se encargó de arrancar rápidamente toda la mala yerba y el matojo desordenado y descuidado del terrenillo más cercano a la acera y por tanto a la calzada.

 

El segundo grupo entonces, conforme se iba despejando el pedazo de tierra, iba plantando las flores y las otras plantas de ornamento para exteriores según el plano de jardín pre-diseñado por la misma Shannon, a quien le apasionaba el curioso y caro arte de la jardinería.

 

En cuestión de media hora larga; y con las sirenas de la guardia sonando de fondo avisada para dar al traste con lo que el gobierno de Artorius pudiera tildar de “conato de pensamiento seditivo”, Nina, la chica de Rodrigues, hacía la fotografía del primer “atentado floral” de la milicia “Flower the Nation!”, y los tres coches salieron pitando. Habían logrado su primera misión: cambiar lo gris por lo colorido en ese parque de la Avenida Bragança… el primer paso para su ulterior y más profundo objetivo: hacer del suyo un mundo más bello, mejor.

 


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