"Se había corrido la voz de que Inocencio III, Papa de la Santa Sede,
había declarado la Reconquista contra los almohades, dirigidos por el
omnipotente Muhammad Al-Nasir, como Cruzada. Eso significaba que todo aquel que
luchara en la sucesión de batallas que se dieran a continuación, y lograra
sobrevivir, sería absuelto ipso facto de todos sus pecados. “Borrón y cuenta
nueva”. Normalmente los caballeros; ostentando el rango jerárquico dentro de su
Orden; dejaban sus tierras y, acompañados por su escudero y tres o cuatro
peones que les asistían, finalmente ni guerreaban: hacían acto de presencia
desde las lomas próximas a la batalla, se llevaban la bula de pecados absueltos
a su castillo y todo seguía igual: volvían a pecar hasta la extenuación y
volvían a esperar “oportunidades” como aquella. Pero para algunos: para los que
sí se sabían verdaderos pecadores; quienes, pese a ser nombrados Caballero por
su Orden, no contaban con escuderos y peones, ni lujosos castillos en lugares
mejores de aquella ancha tierra, e incluso sin caballo en algunos casos…
aquella bula, por mucho trozo de vitela manchado de tinta vaticana que
sintiesen que fuera, podía significar el punto y aparte de una miserable,
deshonrosa quizá, y penosa existencia.
Al final de la taberna, próxima
al alcázar, e iluminada su puerta tosca de madera pintada de granate por un
farolillo amarillento, tintineando su cadena al vaivén de un viento caliente,
Juan José meditaba en soledad y penumbra. Media botella de vino tinto, con un
dedo de polvo bajo de su cuello vítreo, y un vaso pequeño, chato como un dedal
de porcelana, eran el abismo en cuyo horizonte se hundían los ojos azul oscuro
del Caballero santiaguista. La voz en su cabeza le era tan familiar que no
podía asustarle; pero el hecho de saber que era un simple personaje novelesco
le atormentaba día y noche. Sobre todo cuando la historia avanzaba, siendo totalmente
consciente de la locura con quien le creó le había dotado, dando forma a su
ser, su personalidad… y condicionando por ende cada una de sus decisiones, y
las consecuencias de las acciones que de tales derivasen.
El comienzo del jaleo en la
barra lo extrajo de sus profundos y oscuros pensamientos…
Para Gervasio Alhubo, como tuvo
que escribirlo tras la prueba de fe que le hizo ser Caballero de la Santa Orden
de Calatrava, que Inocencio III hubiese declarado Cruzada la Reconquista le
venía de perlas. Almohade de nacimiento, converso al cristianismo en la edad
adulta, le había costado más que al resto de acólitos calatravos ganarse la
confianza y el respeto de los jerarcas de la Orden. Sus cabellos negros,
brillantes y largos en interminables tirabuzones; su tez morena y lisa como un
tapiz de lino tintado; y esos ojos azabache; amén de su terrible acento
andalusí que, por ser incapaz de dominar, ya dejaba salir sin importarle
cuántas miradas castellanas o leonesas le sojuzgasen; le habían condicionado
desde el mismo instante que decidió dejar atrás su vida como musulmán al otro
lado de la frontera con el califato de Amir al-Muminim, el Príncipe de los
Creyentes. Ser absuelto de todos sus pecados, además de su cruzada personal
contra aquellos que le considerarían un traidor hasta el último de sus días, sería
el broche que le faltaba a su dura conversión… y quizá llave y puerta para
obtener ese escudero y trozo de tierra cerca de Sierra Morena que se le negaba
cual mujer arisca."
"Juan José" de Josu Valdés (c) |
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