La posición de Al Cabdeth era un jugoso enclave para la nueva Corona erigida en Valencia… no podían permitir que siguiera bajo el mando de los descendientes de Tarik. Y por ello aquella mañana se apostaron en la Sierra, oteando el muro y las puertas.
La mayoría eran aragoneses, venidos del norte para ayudar en la Reconquista de lo que los moros seguían llamando Al Andalus.
Allí abajo, la vida cotidiana de guerreros y campesinos se había visto trastornada por las nuevas que llegaban día a día de la cada vez más meridional frontera. Sobretodo la de aquellas familias que habían callado durante siglos y que, practicantes del cristianismo en clandestinidad, aguardaban la hora de lo que para ellos significaría una “liberación” con suma impaciencia. El último de una de ellas hacía llamarse Hakim Al-Romar y tenía tan morena la tez y la sien como cualquier otro de sus vecinos venido generaciones atrás de las Áfricas.
Hakim miró de nuevo y por vigésima vez esa madrugada a través de su ventana los fuegos que los suyos habían prendido en la cresta de la montaña. No iban a atacar por sorpresa, quizá ni les hiciera falta tomar el castillo por la fuerza. Querían hacerse notar. Que los árabes les vieran y sintieran miedo: minarles la moral haciéndoles saber que estaban rodeados y que no tendrían, en un par de días a lo sumo, otra escapatoria que la rendición o la conversión. Al Andalus estaba cayendo inexorablemente, de norte a sur y de este a oeste. Muchas lenguas aseguraban que solamente era cuestión de pocos años que el Gran Califato de Granada cayera en manos del enemigo cristiano que llevaba una cruz en su estandarte. Hakim se preguntaba, contaba en realidad, las horas que separaban el presente de la futura y ansiada capitulación de los islamistas.
Fue a la mañana siguiente camino de la mezquita, tras escondido haber rezado a su Dios, que recibió el primer recado de los suyos. Pues Hakim era uno de tantos infiltrados secretos que poseía el ejército cristiano en los emplazamientos andalusíes. Un hombre de pelo cano y acento norteño se le acercó disimuladamente e introdujo mientras caminaban un trozo de papel de Xátiva en el bolsillo de la chilaba del joven. Tras el rezo matutino ante el minarete con el resto de la población, y como los trabajos agrícolas se habían detenido ante la amenaza cristiana, regresó a la soledad fría de su casa extramuros para leer la intrigante nota.
Tenía una misión que cumplir, pero ésta no estaba descrita en aquel trozo de papel. Primero debía penetrar en uno de los pasadizos acuíferos que surcaban por doquier el subsuelo del pueblo y sus campos, al final de éste si seguía la dirección encriptada de la que le informaban encontraría al hombre de pelo cano, y él le encomendaría una misión para los conquistadores en nombre del Padre de Jesús. Tal cita debía darse ese mismo atardecer, por lo que sin dilación debía colarse cuanto antes el alcantarillado e ir en busca de su Destino.
Pero antes y por si ese Destino le jugaba una mala pasada, debía verla. Serezade vivía a pocas casas de él y, a pesar de que su padre nunca aprobó su romance, seguían viéndose en secreto y disfrutando de un amor tan grande que muchas veces no creyeron fuese de este mundo.
Con la complicidad de su casi suegra, Hakim entró en el jardín de la hermosa casa. Fueron bajo un limonero centenario y, arropados por su sombra y su fragancia, se besaron antes de que Hakim explicara lo que iba a suceder… ella no ocultó su preocupación… él le pidió que rezara a Alá porque todo saliese bien, pues respetaba su creencia así como ella respetaba la fe de él… y sin tiempo pues éste se amontonaba cual arena en el fondo de sus relojes, se despidieron con la dulce promesa de volverse a ver.
Ella se retiró a rezar como había prometido hacer, y Hakim se marchó a buscar la entrada del pozo al que debía acudir.
Marcado con el número arábigo siete, el pozo se situaba entre cuatro almendros, en el punto coincidente de las líneas imaginarias que los unían entre sí. Estaba abierto y tenía la anchura de unos noventa centímetros de diámetro. Si uno se asomaba al mismo, podía ver correr un lecho poco profundo de agua en su fondo, pocos metros más abajo.
Tras asegurarse de que nadie le estuviera observando, descendió por los hierros en curva que hacían de peldaños a la oscuridad de ese micro-abismo. Al apoyarse en el suelo del mismo, comprobó que el agua no le llegaba ni a las rodillas, y trató de situarse en la posición correcta para interpretar el codificado mapa brindado. En realidad, y como debían ser muy escuetos y precavidos, se trataba de una serie de anotaciones alfanuméricas o secuencias que sólo los Iniciados podían descifrar; pues fue pocos años atrás, cuando comenzó la Reconquista en lo que luego se vendría a llamar Teruel, que se creó la Prima Orden de Santa Bárbara, en honor al nombre que tras el Imperio habían puesto los primeros cristianos medievales a la Sierra que imperaba el paisaje del pueblo.
De este modo, Hakim anduvo cerca de dos horas por el laberinto de túneles portadores de agua hasta llegar a la señal en la que sabía que debía detenerse. Ésta era un dibujo simple en color rojo carmesí: la efigie de un halcón con dos cabezas; uno de los símbolos secretos de la Prima Orden. Cansado, buscó un poyo donde sentarse y aguardar al hombre de pelo cano. Cuando la impaciencia y el tedio se iban a apoderar definitivamente de su voluntad, el hombre llegó y llevaba un cofre de madera mediano en los brazos.
Explicó a Hakim que ese cofre contenía pólvora como la que hacía detonar las primeras escopetas y disparar sus proyectiles, y que debía llevarlo sin demora a las catacumbas del castillo. A éstas podía accederse por el alcantarillado en el que se encontraban: por un pasadizo secreto cuya llave el hombre entregó junto con el cofre a Hakim. La idea era que la pólvora permaneciera allí, y como también iba mezclada con metralla pesada, fuera detonada en el momento preciso por otro de los Iniciados cuando el cadí Abbul Abbás descendiera al laberinto emprendiendo su huida. En resumen, se trataría de una versión medieval de cualquier atentado.
Hakim se dibujó ante el pecho una cruz y tomó aire antes de que el otro le atara el cofre a la espalda para minimizar el agotamiento. Debía caminar con paso firme y sin mirar atrás hasta conseguir su bélico objetivo. Se despidieron y Al-Romar comenzó a andar por donde hubo venido.
Al poco de tal encuentro, Hakim tuvo el presentimiento de que era perseguido: en efecto, la figura de un hombre alto le seguía desde cierta distancia, mas por su silueta no parecía árabe o castellano… sus pasos eran muy veloces como para ir caminando con sandalias y sus ropajes no emitían el menor ruido pese a brillar cuando la luz los iluminaba. Hakim quiso correr pero el peso del cofre se lo impidió. Lo último que hizo fue, de rodillas y agotado, elevar un padrenuestro al aire viciado del oscuro túnel antes de, llorando y llevándose consigo el bello rostro de Serezade, recibir un disparo en la frente que lo dejaría seco.
Una sombra de lo más parecido a la tristeza se podía distinguir en el rostro del asesino.
Serezade aguardó a su amante fiel, ése que nunca volvería. Al menos, le dijo a Alá sonriente mirando al cielo estrellado de la noche de Al Cabdeth, su recuerdo tomaría presencia en su corazón y en el de todos los que llegaran después de siete meses… cuando, ya invadido el pueblo por los cristianos, nació Joaquim El Romero, bautizado por las mismas aguas que a su padre morir vieron.
Miguel Díaz Romero (c)
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