Nazaret pasó
una vez más las yemas de su mano derecha por las cicatrices que la tinta
acababa de dejar en su espalda. Con un espejo de mano frente al grande, el de
su cuarto de baño, contempló con admiración la obra de arte que lucía en su
piel: dos alas en negro, varios tonos de gris, y blanco embellecían su frágil y
delgado cuerpo.
Rompió a llorar. Dejó el espejo al
lado del lavabo y apoyó ambas manos en el mármol blanco de vetas sonrosadas.
Cerró fuertemente los ojos, apretando los párpados y, aspirando el aire en
torno a sí, se obligó a que las lágrimas cesaran.
Halló su mirada, todavía empapada de
sal, en el cristal salpicado de agua. Sus ojos de un marrón impreciso le
instaron a dejarlo ya: todo había pasado. “Ya puedes volar”. Se limpió la nariz,
las mejillas, y se lavó bien la cara.
Tranquilizándose, respiró con
normalidad y probó a sonreír. Una bombilla amarilla, cuya luz se hacía más
blanca y brillante conforme pasaban los minutos, fue testigo único del milagro.
Nazaret sonrió; sonrió de verdad, sinceramente y solamente para sí; después de
mucho tiempo…
Casi un día antes el tatuador se dio
por satisfecho. La larga sesión; porque así lo había solicitado Nazaret: de una
sola pasada; había al fin terminado y aquellas alas, angelicales y sangrantes,
con efectos de luces y sombras, parecían salirse de la desnuda espalda de su
cliente. Con cuidado, con su mano enguantada en látex azul, extendió una pomada
cicatrizante y aplicó un film transparente; sobre éste, grandes pliegos de
gasas… al tiempo, daba las instrucciones de mantenimiento y cuidado los
primeros días para que la herida, la hermosa herida de libertad, no se
infectase.
Cuando Nazaret llamó a la clínica,
suplicando por aquel cuadro vivo urgente, el tatuador supo en seguida que se
trataba de una historia poco corriente… “cada cicatriz tiene su propia historia
detrás”, solía decir en las tertulias cuando su profesión surgía sobre las
copas y los cafés. Y tenía toda la razón; al menos en el caso de Nazaret.
Previamente Nazaret se había topado
con la idea sin quererlo. Se había detenido un segundo en el kiosco del parque
para comprar un paquete de chicles de menta; y la visión de la portada de
aquella revista de tatuajes y body-piercing la encandiló. Quizá era una llamada
de una fuerza invisible y superior. Tal vez un mandato divino o algo así… el
caso es que la compró… y que vio las alas… y que llamó.
La mañana había sido extraña. Se
hubo levantado temprano. Hacía meses, puede que años, que Nazaret no madrugaba:
estaba en paro y vivía sola; prácticamente, se podía decir que no tenía nada
que hacer. Pero aquella mañana debió ser diferente.
Tras el pitido del despertador, se
duchó con calma y de manera exhaustiva. Se vistió con lo mejor, o más formal a
decir verdad, que encontró en su armario, y desayunó como si no hubiese comido
en siete días.
Había decidido firmemente encontrar
empleo: y deseaba darlo todo, comenzando por su mejor imagen.
El día anterior, el de la noche en
que conectó el despertador para levantarse pronto, empezó siendo un día para
olvidar pero acabó por convertirse en el día que no olvidaría jamás. Unas
“diecitantas” horas que recordaría para siempre; y que esas alas atestiguaban…
preciosas, grandes, dolientes, abiertas… con sangre y belleza grabadas; y
tomadas por igual: de una tacada, de golpe.
Aquel atardecer había llegado a su
pequeño apartamento de soltera con la cara semi hundida en las tinieblas; pero
con los primeros atisbos de escampada en los cielos internos de su ahora
cambiante corazón. Había cerrado la puerta tras de sí, apoyado la espalda en la
madera y, con los ojos cerrados y lacrimosos, escurrido su cuerpo hasta el
suelo de gres oscuro y quedado sentada allí. Pensando sin pensar. Dando lugar a
que la esperanza, deseosa de salir, germinara en sus caóticos adentros.
Las palabras de aquel joven habían
resultado demoledoras. Las palabras se habían convertido, conforme iban
saliendo de su boca, en puntiagudas espadas que, curiosamente, no causaban
heridas: cercenaban cuales afilados cortacañas la maleza que separaban la luz
del dolor. Aquellos labios carnosos, que dibujaban un extraño corazón alargado
enmarcado en una barba descuidada, no hablaban: revelaban secretos escondidos
en los cofres del aprendizaje que lleva a la felicidad. El aroma a café e
infusiones de colores lo inundaba todo, calmando pulmones y sístoles. Había en
el bullicio, también, un atrapasueños cálido que invitaba a relajarse y soñar.
Antes comieron. Él la invitó como si
se conociesen de toda la vida. Era un buen chico… o quizá un ángel, enviado por
ese Dios Todopoderoso en el que Nazaret quería creer a partir de esos
instantes, para tomarse aquel café… y pronunciar aquellas palabras. Porque las
palabras eran poderosas; y también lo eran sus labios; y el café.
Se pasó toda la mañana convenciéndola
de que le regalase ese día. Y ella supo al llegar a casa, por la tarde, que
había sido la segunda mejor decisión que había tomado en toda su vida.
No había amanecido todavía en el
Este. El cielo quería desprenderse del manto estrellado; y los panaderos
contaban los minutos que les separaban del ansiado sueño. El de los justos y
los trabajadores. La ciudad despertaba, y los motores arrancaban
desperezándose.
Sobre el río, ancho y caudaloso;
frías sus aguas como sus leviatánicas entrañas aquel diciembre; dormía también
el puente. Una estructura portentosa de metal pintado de rojo casi granate, con
dos lenguas de asfalto en el medio. Allí arriba, en una baranda equidistante de
cualquier otro punto del Universo, Nazaret jugaba a ser funambulita sin serlo.
Pero una voz le llamó. Tras detener
su coche en el arcén y encender las luces de emergencia, aquella voz se le
acercó, cautelosa y amable como la promesa del sol tras una mañana de lluvia en
primavera.
Nazaret había decidido; sin
pensárselo muy bien siendo sinceros; quitarse la vida echando su flaco cuerpo
de sílfide al río… ese tenebroso ser que vivía alimentado de cuentos de terror
para niños. Oscuro, gélido, ansioso por devorar a Nazaret y sus zapatos rojos.
Quién sabe, un minuto más y lo hubiera
conseguido.
La abrazó sin saber si sería buena
idea cuando el cuerpo de la mujer ya se sostenía en el aire sobre la sedienta
agua. Se esforzó por calmarla en la acera, lejos ya de la letal baranda. Y
preguntó como si nunca hubieran estado allí:
- ¿Qué
pretendías?
- Volar.
– Respondió Nazaret cuando se izaba el alba, con lágrimas rotas colgando de sus
ojos enloquecidos; cuando los relojes retomaron su eterno empleo; cuando el ave
fénix resucitó de nuevo.
- Pero
para volar… - replicó él – se necesita un par de alas.
FIN
Me gustaría leerlo otra vez, más despacio, pero en esta primera lectura me ha gustado.
ResponderEliminarGracias!! La verdad es que intenté hacer algo novedoso y que pudiera gustar a todo el mundo :D
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