Esta no es una biografía normal y
corriente.
Miguel Díaz López nació en
Caudete en 1953. Lo hizo como el quinto hijo de Geno y Miguel con cuatro
hermanas mayores: Marian, Josefa, Rosi y Puri. Sus padres se dedicaban a cuanto
podían: desde pastorear y cuidar fincas hasta hacer capazos de esparto… ya se
sabe. A veces iban a vendimiar a Francia y el pequeño Miguel fue en un par de
ocasiones, otras se quedaba bajo el cuidado de unos familiares en la conocida
casa de labores de El Granillo, escondida en Sierra Oliva. Desde pequeño, y
gracias a la influencia sempiterna de su padre, que fue conocido también como “Albertos
el de los machicos”, se despertó en él un gran interés por la lectura.
Coleccionó, como le dejaba la economía de la época y el lugar, tebeos de “El
Capitán Trueno” y “El Jabato”. Hoy, de hecho, las dos colecciones completas en
edición de lujo continúan en su biblioteca. Me cuentan que su infancia fue
feliz, y que un día se cayó de pompis en el brasero y se pasó dos semanas sin
poder sentarse; que su hermana le quemó los tebeos porque un catequista le
advirtió que eso distraía de lo espiritualmente importante; y que otro día le
dejó un caminante al cuidado de un hato de cerdos cuando él no llegaba ni al
mentón del más pequeño de aquellos animales. Contaba con unos catorce años
cuando se mudó con su familia – excepto María Gracia que pronto se casaría con
Antonio en Caudete – a Petrer. Allí había trabajo, pues fue la época del auge
del calzado en la provincia de Alicante. Y asuntos como aquel dieron lugar a
las primeras expansiones urbanísticas en todo el país. Un país que todavía
gobernaba con mano de hierro un tal Francisco Franco. Quizá por propias
convicciones; o porque Albertos era un republicano medular que creía en la
Democracia – la real, no el espejismo falaz que hoy tenemos – y se lo inculcó;
se enroló desde la adolescencia en el entonces ilegal Partido Comunista de
España. Con una impresora vietnamita y un grupo de colegas difundían pasquines
y ediciones cortas e ilegales de “Vientos del Pueblo” y publicaciones del
estilo. Sería conocido con el sobrenombre político-militar de “El Enrique”.
Vivía en las casas del barbero, un conjunto de viviendas de La Frontera, barrio
que divide Elda de Petrer, cuando fue arrestado por la Guardia Civil en 1973.
Con nocturnidad y alevosía; y recibiendo algún que otro golpe extra por rojo;
fue condenado sumarísimamente por “actividades subversivas”. Entró engrosando
la lista de presos políticos del Régimen en la universidad de Murcia. Allí
conoció al Ojos, el mejor carterista de España, y al Lute, el famoso abogado
gitano, entre otros delincuentes ilustres de la época. Cuentan que allí perdió
el pelo y forjó el carácter que marcaría el resto de su vida. Salió dos años y
pico después una vez fallecido el dictador. Jugueteó con la política en la
Transición, pero le defraudaron los mismos que decían haber luchado con él, y
se alejó de ese mundillo para recordarlo sólo cuando le gritaba al telediario
todos los años después. Una amiga común en El Negresco le presentó a Pilar, mi
madre… cuentan que poco después, y cuando él tenía la intención de hacerse
ganadero en el norte, unos moscones querían ligarse a Luisi, la amiga común, y
a mi madre cuando ésta, porque lo vio como pretexto para quitárselos de encima,
se los presentó como su novio sin que él dijera lo contrario. Habían pasado los
años y en el servicio militar se le atrofió un dedo del pie por un accidente de
bricolaje, donde también se sacó todos los carnés de conducir. En 1980 se
casaron. Fue una de las primeras ceremonias nupciales civiles de la Historia de
España. Siendo empresario y zapatero fue el propietario de “Calzados Fly”. Dos
años después nací yo. Dos años después se arruinó porque sólo tenía un cliente
estadounidense y el yanqui éste cerró el grifo. Vendió hasta los zapatos para
pagar a sus empleados y, al contrario que un porcentaje de los empresarios de
ahora, se quedó sin nada para no tener ninguna deuda. Cuando yo tenía cuatro
años, y estando en la Unidad de Cuidados Intensivos por peritonitis, encontró
trabajo en Transportes Caudete. En 1989 no pudo asistir al nacimiento de mi
hermano Guillermo por encontrarse de viaje en Europa. Para aquel entonces ya
estaba en marcha la construcción de su casa en Los Viñales y había perdido a su
padre por cáncer. En 1994 nos mudamos los cuatro, junto con sus suegros Julia y
Guillermo, a la nueva casa que sus compañeros apodaron “Falcon Crest”. No fue
el mejor ni el peor padre del mundo, pero fue el mío, y a buen entendedor pocas
palabras bastan. Nos educó en el ateísmo, el comunismo y la libertad de
pensamiento y de expresión. Tanto fue así que no soy ni ateo ni de izquierdas.
Lo hizo bien pues. Lo más lejos que estuvo fue en Polonia o en Yugoslavia y se
sabía mil mapas. La Geno murió larga de años y quedó huérfano. A los cincuenta
y muchos una operación cardiaca le bajó del camión tras unos veinticinco años
de servicio, siendo además enlace sindical de Comisiones Obreras en su lucha
infatigable por los derechos de los trabajadores y de sus compañeros. Hizo
amigos y enemigos donde fue y donde quiso. Tras prejubilarse hacia 2012, se
apasionó por coleccionar toda clase de minerales y rocas. Su colección puebla
todos los rincones de la casa. Bajó a minas y se adentró en cuevas con sus
colegas del Grupo Mineralógico de Alicante. Su jubilación fue feliz, como su
infancia, jugando con sus dos nietos y haciendo fotos de piedras para subirlas
en la interné; cuidando de su jardín y trabajando en la madera; hasta que en
2016 fue diagnosticado de cáncer de pulmón. Desde octubre hasta enero recordé
que estuvo ahí cuando nadie más. Que se presentó a mis firmas de libros. Que
discutió conmigo por el simple placer de compartir su tiempo con sus hijos. Y
que mi hijo es la calcomanía de sus fotos de niño en blanco y negro. El 28 de
enero de 2017 sus ojos se apagaron para siempre rodeado de toda, pero toda, su
familia.
Miguel Díaz Romero, 19 de febrero
de 2017
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