Relato no premiado en el concurso on line para una antología de relatos cortos editada por el director de cine Juan de Dios Garduño para Palabrasdeagua Editorial:
Todavía el agente López, policía
local encargado de la circulación y el tráfico a la entrada y salida del
colegio, asustaba a los chavales siempre que tenía ocasión con la vieja leyenda
de los muertos en la fábrica de chocolates que reinaba en la colina. Al este
del pueblo, mediano y deprimido con la crisis, en un polígono industrial cuyas
naves habían sido abandonadas en su mayoría, se alzaba la factoría de turrones
y dulces al cacao que, después de la Guerra Civil, endulzó la vida de los niños
de toda la provincia y parte del extranjero… a la misma se accedía pro l última
avenida del parque tecnológico-empresarial, de asfalto resquebrajado y grisáceo
por el desuso, que acababa en cuesta ante la verja, cuyas volutas de forja
negra languidecían enrobinadas bajo el rótulo de hierro, que continuaba
rezando: “Chocolates El Avellano”. Al que le faltaban tres letras y el resto se
retorcía bajo la lluvia, persistente y fría, de ese noviembre, triste y oscuro
como cualquier otro.
Siempre se rezagaban los mismos a
la salida del cole. Aquella pandilla existía prácticamente desde que los cinco
coincidieran en infantil. Eran amigos desde que aprendieron a hablar; y con el
tiempo se habían vuelto tan inseparables que en el pueblo incluso se
extrañaban, suponiendo en sus tópicos cotilleos tras persianas y visillos, si
uno de los cinco no iba por ahí, de aquí para allá, con el resto. López se lo
pasó en grande, aprovechando que ya casi ningún coche pasaba por la
oficialmente reconocida como “zona escolar”, relatando cómo aquellos operarios:
peones industriales de clase baja, fueron víctimas de un terrible accidente en
el que los distintos mecanismos del circuito industrial que recorrían los
ingredientes engulleron literalmente, atrapando miembros o vestiduras, sus
cuerpos… convirtiendo las tabletas al final de la cadena en onzas de sangre,
vísceras y pellejo sanguinolento. En realidad se trató de una explosión del
circuito, que mató a un puñado de pobres desdichados, pero López y los de su
quinta; quienes eran niños de la edad de los ahora oyentes entonces; habían
logrado crear un aserie de relatos espeluznantes sobre el caso, adornándolos
con su macabra y no siempre bienvenida por los lugareños imaginación.
Alentados pues por la
narración, tras hacerse con unos bocatas y mentir a sus padres sobre los
deberes, Rocío, Paquí, Pepe, Carlitos y Kevin se subieron a sus bicis con la
inocente y descabellada misión de colarse en la ruinosa factoría. Como en esa
época del año se hacía de noche a eso de las seis, y el viento gélido se aliaba
con la lluvia sobre los bajos y rojos tejados, todos llevaban bien chubasqueros
coloridos bien chaquetas abrigadas y esas bufandas negras, de lana fina y
prieta, que se habían puesto de moda aquel otoño entre las agujas y sobre las
mesas-camilla de sus abuelas. Las naves terminaban en la rotonda donde
comenzaba la cuesta. Dos filas de retorcidos y secos años atrás almendros
custodiaban la avenida, de un carril para cada sentido y sus arcenes, como
centinelas eternos de un secreto letal oculto bajo la tierra. Presas de los
ladrones de cobre, dos tercios de las anticuadas farolas encorvadas hacia la
calada desde la fábrica hacia abajo dormían apagadas. Mas, extrañamente incluso
para el inspector de la Compañía Eléctrica encargado de tales menesteres, un
foco de luz amarilla permanecía encendido perenne, como una alegoría de un
pasado mejor, a la izquierda del arco férreo que sostenía el letrero de forja
ya descrito.
En verano polillas suicidas
servían allí, revoloteando estúpidas, de cena para toda suerte de dragones y
lagartijas.
Los cinco se detuvieron
un instante vera a la rotonda bajo la tranquilizadora luz blanca, y una lluvia
que empezaba a ser demasiado molesta; pero el más decidido, y quien llegó el
primero por dársele bien eso del pedaleo, Carlitos, rompió el hielo con una
sonrisa algo maliciosa esbozada en su pecosa cara.
La pandilla apoyó su pie derecho
casi al unísono, dejando firme el izquierdo sobre el pedal por si acaso en el
asfalto frente a la puerta transformado ya en barro. De los manillares colgaban
mochilas con la merienda y, con un sol esquivo escondido en poniente al lado de
la Sierra, un relámpago iluminó, provocando el respingo o el escalofrío en
alguno de ellos, el cielo y los hierros rectos y desviados que separaban la
realidad de otro mundo: el de la aventura, la valentía, la imprudencia y el
atrevimiento.
Como el candado y las
cadenas que cerraban la gran puerta eran gruesos y estaban afianzados, los
chicos hubieron de buscar un método para entrar que no les causase más
magulladuras o raspones de los que, acostumbrados a misiones como la presente,
estaban dispuestos a sufrir. Saltar la verja, dejando sus bicis – las que más
nuevas, premios o regalos de las comuniones celebradas el mayo pasado – a
merced de la tormenta, con el salto posterior y el horizonte de alguna
torcedura, no era una opción. Por lo que, yendo hacia la derecha por la ya
desdibujada senda que recorría la verja, con un ribazo no muy alto de piedras y
malas yerbas, buscaron y hallaron el típico roto en el cerramiento metálico que
todo complejo abandonado como aquel debía de tener. La lluvia arreció, pero
todavía no tuvieron que lamentar manchurrones de barro al pasar medio de
rodillas por el hueco, arrastrando con todo el cuidado que les fue posible las
bicicletas tras de sí. A quien más le costó fue a Pepe, más rechoncho que el
resto pero igual de osado, que solía pasarlo peor que sus compis en lances como
el que ahora le ocupaba.
La fábrica se encontraba en el
centro del recinto. Desde el roto de la valla hasta la puerta, los chicos
atravesaron un campo de grava, la calle asfaltada por donde antaño trasegaban
los camiones de carga y descarga a los muelles, y un pequeño jardín de rosales
secos y negros, matojos que quizá fueron bellos décadas atrás y un gran árbol,
de dudoso nombre en sus infantiles vocabularios, que extendía sus ramas rotas y
pardas a un cielo ya negro y copado de nubes lloronas que se estremecían entre
centellas y rayos.
La puerta estaba entreabierta. La
hoja derecha no tenía las bisagras de arriba, y colgaba de los goznes mostrando
una rendija oscura de las entrañas monstruosas del edificio. Pintadas obscenas
y calaveras mal dibujadas, amén de alguna esvástica o emblema comunista
tachándola, decoraban el pórtico de pintura gris y azul marino. Dejaron las
cinco bicis a buen recaudo, apoyadas en el muro izquierdo y a resguardo de la
gélida lluvia, y entraron en el orden de siempre: Carlitos a la vanguardia,
seguido de Pepe – por si no cabía y había que ayudarle con un empujón – y
Paqui, con Kevin y Rocío, la más miedosa del grupo quizá, que solía pensárselo
dos veces antes de actuar ante cualquier dicotomía que se le presentase en la
vida.
Todo estaba oscuro al
principio: un negror insondable era lo único que podían percibir desde los
primeros metros de lo que parecía un vestíbulo, con escaleras que ascendía a
las oficinas y un pasillo que conectaba la entrada de administrativos y
visitantes con la factoría. Los obreros entraban por otra puerta, a la
izquierda y al volver desde allí, donde también se encontraban el aparcamiento
y el comedor. Peor pronto sus neófitos ojos se acostumbraron a las sombras y
distinguieron las pequeñas bombillas, naranjas y rojas todas, habidas en los
plafones rectangulares de emergencia; que habían seguido encendidos todo el
tiempo desde que cerraron tras el accidente hasta esa noche de tormenta y
noviembre.
Decididos a no
separarse, se adentraron en el pasillo que llevaba a las zonas de producción y
los muelles, primero de entrada de material, y más allá y después de los
almacenes, de expediciones. Tras algún mal chiste e imitación de fantasmas
pululando, Pepe decidió que era hora de meterse el bocata de chorizo embutido
con mayonesa que su madre le había preparado entre pecho y espalda.
-¡Pero tío, -espetó
Kevin –espera a que encontremos un buen sitio y merendamos tós juntos! –y
añadió –seguro que Rocío ha traído Coca-Cola y vasos…
-Pues sí… -afirmó Rocío con
desdén. Sus padres eran los que más altos sueldos tenían de los de la pandilla,
y su bici era la mejor, y siempre, pero siempre siempre, solía aprovisionar al
resto… aunque nunca lo confesó, su madre sentía lástima por muchos de sus
vecinos, que se encontraban en paro o currando sin ser dados de alta, como los
de Carlitos o Paqui, que sobrevivían del campo y los subsidios.
Las paredes fueron
blancas, hoy amarillas donde la humedad se había abierto paso y grises o
parduzcas donde las alimañas habían anidado con toda clase de huevos, telarañas
y demás adornos de Halloween vivos. Kevin abrió su mochila y sonrió: solía ser
el único realmente preparado para todo tipo de incursiones urbanas como
aquella… encendió su pequeña linterna y todos, aunque jamás lo confesarían,
suspiraron para sus adentros aliviados. Aquel lugar, en esas circunstancias, daba
mucho yuyu.
-Seguro que llevas
hasta la PSP… -bromeó Carlitos a pesar de todo; Kevin no dijo nada, a sabiendas
que si afirmaba que, por supuesto, la había llevado consigo, conseguiría la
mofa en el atrevido de su amigo.
Un ruido, de una rata
tal vez, correteando por los conductos de ventilación, de esos de aluminio
galvanizado redondos que se solían sujetar por abrazaderas y tornillos a las
paredes, les hizo gritar y salir corriendo por el pasillo como si fueran
petardos alentados por el masclet que inicia la traca. Todos se detuvieron,
entre el jadeo y la risa nerviosa; amén de que Pepe había perdido su bocata de
chorizo en la carrera; en una sala extraña… como una oficina pero con bancas.
-Esto pudo ser una sala
de descanso o algo… -musitó Paqui.
Pero lo más raro era la
tele: una tele de esas con culo y botones en el lateral derecho de la pantalla
convexa, que estaba encendida con la “niebla” de la carencia de sintonización
zumbando cual enjambre de moscas. El aparato se encontraba en la mesita del rincón,
y las telarañas se habían hecho con su parte superior y trasera cuales sudarios
de olvido. Aunque a los cinco les pareció extraño, solamente Kevin se acercó lo
máximo posible…
-Me encantan estos
trastos. –Dijo.
-A ti todo lo que lleve
pilas… -comentó nuevamente con sorna Carlitos.
Kevin alargó su mano
derecha y tocó la pantalla, que tiritaba de electricidad estática. Tras el
primer cosquilleo en la palma, sintió que debía quitar la mano, pero una fuerza
magnética inexplicable se lo impidió…
-Chicos… -dijo y -¡Aaaaaaagh! –De
la tele salieron unos rayos azules y blancos que rodearon por todas partes el
cuerpo de Kevin, pegado por su mano al electrodoméstico… el resto empezó a
gritar, petrificado… Rocío se pegó a Pepe, quien no sabía si sonrojarse o salir
corriendo… cosa que todos hicieron el instante siguiente a que los rayos de la
tele quemaran la ropa de Kevin; quien no cesaba de gritar de dolor; para luego
carbonizar su piel, su carne, y dejar donde antes hubo un niño un montón de huesos oscuros y humeantes.
El olor a carne quemada invadió la estancia, y los gritos y alaridos se
dispersaron, con los niños corriendo cada uno en una dirección como pollos sin
cabeza.
Carlitos se dio cuenta
de que no tenía la mochila, y de que ya no estaba gritando; a expensas de que
sí podía escuchar cómo otros lo hacían por aquí o por allá; cuando se detuvo
ante un socavón que partía el suelo. Apenas iluminado el lugar (una zona
industrializada, pues le rodeaban máquinas de acero mohoso por doquier) por la
luz de emergencia anaranjada que tenía justo en el cogote, pensó en desandar el
inconsciente camino recorrido, y buscar a su perdidos compañeros de andanzas.
Pero entonces, y cuando
ya se había dado la vuelta, oyó una voz megafónica; al igual que los otros tres
que quedaban con vida; reír a carcajadas:
-Jajajaja… parece que a
vuestro amiguito le gustaba mucho la televisión… una pena, ¿no es así?
Jajajaja… -la voz parecía proceder de todas las paredes a la vez, masculina y
grave, como al de los malos de las películas de dibujos.
Carlitos, con el
corazón a mil, se giró de nuevo… cerró fuertemente los ojos y apretó los puños,
hundiendo las uñas en la carne, como si el dolor físico fuera a disipar el
miedo incontenible que ahora el abatía las entrañas…
-Eres fuerte, -dijo en voz
alta, temblando –eres fuerte… capaz de todo… eres el mejor… -los puños se
abrieron; los ojos también; el respirar fue cobrando cierta pausa; e incluso el
corazón pareció restablecer su frecuencia normal. Tragó saliva y dijo, ya sin
temblar y con seguridad: -No hay nada que tú no puedas hacer. –Las últimas
palabras de su difunto abuelo, que infundió en su nieto las características de
seguridad y competitividad que no pudo inculcar al pusilánime de su hijo,
sonaron con eco triunfante en la sala, de dimensiones desconocidas para
Carlitos. –Sólo es un hueco, -dijo al asomarse al hoyo ante sí –sáltalo y sal de aquí por la primera
puerta de emergencia que encuentres…
Dio unos pasos hacia
atrás, tomó aire llenando sus pulmones un par de veces, cogió carrerilla con
esas piernas atléticas que la genética le había concedido, y saltó… mas, cuando
estaba en el cénit del brinco, una mano negra y gigante, del tacto del humo y
la fuerza de un titán, lo agarró y se lo llevó a las profundidades. El grito se
fue apagando hasta ser imperceptible por Pepe, Rocío o Paqui… que se hallaban
solos y perdidos también. La mano gigante, sin embargo, siguió con su viaje al
corazón del negro abismo, asiendo a un Carlitos que continuaba desgañitándose,
con lágrimas en los ojos y dolor en la garganta, sin ver otra cosa que el
rostro ignoto de la oscuridad.
Años después, la mano seguiría
descendiendo, sosteniendo el esqueleto brillante de un niño, en un pozo sin
fin.
Rocío se había quedado
sentada debajo del escritorio de una oficina. Creyó haber visto la puerta por
donde entraron, pero la adrenalina y el miedo le habían obligado a subir
escaleras y esconderse donde ninguna voz pudiera encontrarla… la misma voz que
los tres volvieron a escuchar; con Rocío apretando párpados y dientes como único
escudo contra el pánico:
-Jajajaja… vuestro
amiguito, el rubio de ojos claros, el fuerte y valiente, el que siempre gana…
-así todos pensaron en Carlitos inmediatamente –parece que ha perdido… -y
susurró con tenebroso timbre, disfrutando de lo que decía y cómo lo hacía –por
última y única vez. –Para ser estentóreo y escandaloso de nuevo -¡Jajajaja!
-Es una pesadilla…
-dijo el subconsciente de Rocío, queriendo huir con la mente y el alma lo más
lejos posible de allí.
-Claro que es una
pesadilla. –Oyó una voz delicada, infantil y femenina como la propia, que le
provocó abrir los ojos y buscarla alrededor.
Entonces vio aquellos
ojos: una mirada dulce pero felina que la observaba al otro lado de la oficina:
era una gatita blanca, de pelo de algodón, con las pupilas grandes y verdes, de
un esmeralda puro y limpio como la quimera del amanecer estival en una playa de
Bali. Una gata que ronroneaba, y le decía:
-No tienes que tener
miedo… es tu sueño: puede ser lo que tú quieras…
Rocío empezó a gatear
hacia ella sobre los fríos y mugrientos manises de un blanco dudoso,
escabulléndose bajo el escritorio.
-Es cierto… es mi
sueño… -dijo en voz alta –no es posible que nada de lo que he visto sea real… y
puedo ser y tener todo lo que yo quiera… -pensó en su padre, que no le dejaba
tener mascotas porque odiaba a los animales, supliendo esa falta de afecto
zoológico que su hija tenía con animales de juguete –como a ti.
La niña no había nacido
caprichosa, pero a golpe de sueños materiales cumplidos, la habían transformado
en lo que sus padres desearon que fuera…
La gatita ronroneó una
vez más. Incluso parecía sonreír. Y comenzó a lamer las manos de Rocío, que la
aupó y abrazó bajo otra mesa, dejando que la suave lengüita de su nueva mascota
ensoñada le acariciase la piel… fue el dolor lo que la despertó de la fantasía
que los monstruos que moraban en la fábrica habían creado como última cena para
Rocío: la gata era una rata grotesca, de grotescas fauces, que con sus
grotescos colmillos se estaba comiendo viva a Rocío… manchando su precioso
anorac de marca con su sangre.
-¡¡¡¡Yyyaaaaagghhhh!!!!
–El alarido sí fue escuchado por los otros dos, que seguían cada uno por su
lado.
Rocío quiso apartar al
sucio y hediondo roedor de sí, quiso luchar, quiso… pero no pudo. Y la rata le
arrancó la cara antes de que cayera inconsciente… y toda la familia del infame
mamífero fuese invitada al macabro banquete.
Pepe era quien estaba
más cerca de Rocío en esos momentos, por lo que oyó el último grito de la niña
como si la tuviese justo al lado. No estaba escondido, sino con la espalda
pegada a una pared blanca bajo la luz roja de emergencia, por el espejismo de
vana seguridad ante los sucesos que el ver lo que tenía en frente le producía.
Allí escuchó pues la voz que los había atormentado dos veces ya…
-Jajajaja… la niña que
se preocupa por los demás, la que siempre tiene el bocata de mortadela de la
buena… la de lujosos juguetes y preciosos vestidos… parece que al fin ha
encontrado a su mascota perfecta… jajajaja…
Pepe sintió una rabia
inenarrable, por encima de cualquier miedo, al escuchar aquel horrible mensaje.
Aunque él desconocía las exactas palabras que pudieran describir cuanto sentía
o pensaba, el mensaje que sus neuronas y su corazón le daban al resto de su
cuerpo era que, de cualquier modo, la terrorífica muerte de Rocío no podía
estar justificada en absoluto por el nivel de vida o lo insoportablemente pijos
que fueran sus padres; o por mucho que le gustase, aunque se tratara de una
obsesión, a alguien la electrónica; o lo soberbio que pudiese parecer el que,
en realidad porque así era, tenía aptitudes y actitudes para ganar al juego o
deporte que fuese… Y una furia brutal germinó en sus entretelas, hirviendo
desde lo más oscuro y profundo de su tierna alma, para calentar hasta la brasa
y la llama todo el líquido vital que recorría sus arterias. Y gritó:
-¡Estoy harto! ¡Te odio, seas
quien seas! –Para subir de inmediato las cercanas escaleras en dirección adonde
creyó haber oído el grito de quien… en su inocencia de gordito objeto de burlas…
amaba. Aun sin saber, con la adolescencia todavía muy lejos, el significado de
aquella prohibida tontamente por una sociedad mediocre y obsoleta palabra.
Subió pues las
escaleras de dos en dos. La luz de los relámpagos, que se repetían ahora con mayor
frecuencia en el turbio cielo, iluminaban el vestíbulo de la primera planta
gracias al ventanal; que también tenía algunos cristales rotos; pro donde se
filtraban la lluvia, el viento, el ruido y la furia.
Sin dudar ni temblar,
Pepe entró en la oficina… un montón de asquerosas ratas grises y marrones
chirriaban cuales tenedores deslizándose por platos planos de fina porcelana. A
algunas las apartó a puntapiés; el resto huyó como las alimañas carroñeras y
cobardes que eran. Y entonces la vio: un cuerpo ensangrentado, con las tripas
por fuera. Y en lugar de rostro, un amasijo mucoso, ni negro ni grana, con dos
ojos deformados y brillantes, del color de la aceituna sus inertes pupilas,
encima del pastel de carne, cuales guindas.
La arcada que provocó la visión
dio paso al vómito, que manchó involuntariamente el cadáver… y en ese momento,
con el estómago vacío y roto, con la boca plena de un sabor acre y harto
desagradable, Pepe sí quiso huir… salió corriendo hasta el final de un pasillo…
la cabeza le daba vueltas, los truenos no le dejaban escuchar sus propios
pensamientos, y sólo quería morir… como un Romeo idiota, sobre el vómito
caliente y fétido sobre el cuerpo muerto y destrozado de su amada.
De la agonía y el
sufrimiento, como un salvavidas blanco y naranja en mitad del vasto océano, le
rescató la luz que salía de la sala de visitas. Allí los potenciales clientes
de la fábrica podían probar toda clase de exquisiteces, que el departamento
comercial guardaba en expositores frigoríficos en forma de muestras. Como el
niño que era, su humor cambió nuevamente, y el ardor en su desequilibrado
estómago le recordó que tenía hambre nuevamente. Se enjugó las lágrimas con la
manga de su chaqueta y se asomó: la habitación estaba iluminada como siempre,
parecía que el tiempo había roto y deshecho todo en aquel tétrico y espantoso
lugar menos aquella sala. En la pared frente a la puerta, una cámara
refrigeradora contenía en varios estantes una suerte de tabletas de chocolate,
turrones y bombones como Pepe jamás había visto.
Rodeó la mesa redonda,
provista de cuatro cómodas butacas, y se comió todo aquello primero con la
mirada. Pero luego, con el ansia canina de quien aparenta no haber comido en
días, devorar todos los dulces que cabían en sus rechonchas manos… tenía la
boca llena y manchada de chocolate, amén de los dedos que pelaban y chafaban
las onzas, cuando “alguien” le tocó con la punta del dedo índice de la mano
derecha en el hombro. Atragantado por la sorpresa y la intriga, se dio la
vuelta para comprobar “quién” era el que le acompañaba en el singular festín:
una tableta de chocolate con almendras de dos metros de altura, provista de
patas como las de un gorila y brazos con zarpas puntiagudas del color del
chocolate con leche pero peludas, así como de dos ojos grandes, inclinados
hacia el centro, verdes voltio y amarillos, resplandecientes y nerviosos, y
unas fauces que dejaban ver varias filas de colmillos de fumador al abrirlas,
con las que dijo pronunciando cual si fuese una bestia:
-¿Te gusta el
chocolate?
Pepe quiso responder
que sí… pero la bola de pasta de cacao y frutos secos que tenía en la garganta
se lo impidió. Y, ante el silencio de bocas entreabiertas y ojos que deseaban
salirse de lacrimosas órbitas, la tableta monstruosa le arrancó la cabeza decapitándolo
de un único y brutal bocado.
El cuerpo cayó y se
quedó ahí sentado, quieto como un saco de cemento, con borbotones de sangre
saliendo del cuello cercenado… y el monstruo se marchó, desapareciendo
evanescente en un oscuro corredor, saboreando aquel último tentempié de carne
humana. Las luces se apagaron: las bombillas regresaron a su estado normal de
rotura y abandono; el expositor dejó de funcionar: retornó a su sueño eterno de cucarachas y moho; y la
mesa recogió otra vez el dedo de polvo que cubría impertérrito la madera negra…
-Jajajaja… -escuchó
Paqui, quien andaba en esos momentos a la salida aprovechando que el Mal estaba
ocupado con otro –a tu amiguito el gordito le ha podido el hambre…
-No me importa. –Dijo
Paqui, cortando a la voz que, de veras, se sorprendió ante la seguridad que
denotaron aquellas tres palabras.
-¿Cómo que no te
importa? –Había extrañeza en el retumbar de su timbre ahora. –Todos tus amigos
han muerto horriblemente… y puede que tú también lo hagas… ¿y dices que no te
importa? No puedo creerte.
-Pues no me creas, pero
no me importa. –Resultó la niña, y enfiló el amplio vestíbulo, a apenas unos
diez pasos de la salvadora salida… los truenos y los relámpagos continuaban
perturbando el cielo nocturno allí afuera… y la lluvia, lejos de abandonar el
pueblo, lo estaba inundando centímetro a centímetro desde allí a la estación de
trenes, desde el supermercado hasta la ermita.
Entonces, una sombra
antropomórfica se interpuso entre Paqui y la puerta. Era delgada y alta como
una vieja farola, parecía no vestir nada pero su piel era pintura negra y
oscura como humo palpable, tenía dedos largos y puntiagudos cuales cuchillos, y
sobre la cabeza una cresta de un pelo hecho con el mismo inédito material que
su extraña piel… dos ojos rojos relucían sobre una boca sonriente y grande, de
dientes blancos y perfectamente alineados.
-¿Y tú quién eres?
–Preguntó Paqui sorprendiendo, y desorientando también, al monstruo… o
fantasma… o lo que fuera.
-Soy la suma de los
sufrimientos de los familiares de aquellos que aquí murieron. –Respondió con
total sinceridad. –Soy el lado oscuro; y me alimento de la soledad y la
desdicha; del olvido y la tristeza; que aquel terrible accidente entre estas
paredes y sobre todos estos mecanismos y objetos encerró.
-Pues que sepas que no
te da ningún derecho ni motivo para hacerle cosas malas a la gente que entra
aquí. –Frunció el entrecejo y apretó los labios enfatizando su enfado infantil.
Por un momento Paqui pensó que
aquel ser inframundano le dejaría salir. Pasando por su lado llegó a alargar su
mano hacia la barra cilíndrica vertical con la que se abría o cerraba la
puerta; pero, siendo extraído de la ínfima duda que la niñita pudo sembrar en
su conciencia, la sombra que se alimentaba del dolor y la tristeza le rozó el
hombro con uno de eso largos dedos-cuchillo negros que tenía, para hundírselo
repentina y fuertemente en la piel…
Al mismo tiempo, en la
otra punta del pueblo…
El agente López resopló
por centésima vez : con la tormenta despeñándose sobre las calles y los
tejidos, nadie se atrevía a salir a la calle… aquel turno de noche sería de
esos de cuarenta cafés y otros tantos cigarrillos, que le ayudasen un poco a no
dormirse y que pasaran rápidas las horas…
-López, -le sacó de su propia babia la voz de Laura, la policía
oficinista que cogía las llamadas o atendía a los vecinos en la diminuta
comisaría –han visto un animal salvaje o
algo parecido en la urbanización de la Avenida de la Libertad… dicen que estaba
volcando los cubos de basura y eso… pásate a ver si tenemos que llamar a los de
la protectora o qué…
-Recibido, voy para
allá. –Respondió con la emisora y se dirigió a la pequeña urbanización, de
apenas unos cincuenta bungalows, más cercana al polígono industrial. Algunos
jabalíes descendían en otoño e invierno, por la falta de comida tal vez, desde
la cercana Sierra para rebuscar entre la basura de los lugareños. –Estoy
deseando que empiecen las monteras. –Dijo en voz alta al hilo de sus
pensamientos sobre aquellas bestias, y se detuvo en el parquecito donde
empezaba el bulevar de adosados. -¿Qué es eso…?
Un “lo-que-fuera”,
agachado y empapándose bajo la lluvia, estaba comiendo basura sobre el césped
ya amarillento por las escarchas matutinas sufridas. Cuando se acercó, linterna
en mano y con las gotas repicando en su chubasquero impermeable azul, se dio
cuenta de que era una niña.
-Pa… Paqui, ¿eres tú?
La niña se giró,
dejando su hedionda cena de huesos mordisqueados en el suelo, y lo miró con
ojos desviados y una mueca torcida que dejaba caer la baba densa y blanca de la
comisura de sus labios.
-¿E… estás bien?
–Preguntó López, que no sabía qué pensar ante el lamentable estado de la
pequeña…
No le dio tiempo a
añadir nada más, cuando Paqui se abalanzó sobre él y le atacó, mordiéndole con
toda la saña que le fue posible la cara.
Muerto López por las
heridas que los bocados y arañazos de la nueva súper fuerza de Paqui le habían
propinado, la niña le rompió el cráneo y sorbió sus blandos sesos que empezaban
a desparramarse sobre la yerba. Con el estómago lleno, las fauces manchadas de
sangre y entrañas, además de las manos torcidas mirando al génesis de la
lluvia, gritó bajo la noche con el timbre de un gemido salvaje:
-¡¡Chocolaaaateeee!!
¡¡Chocolaaaateeee!!
FIN.
Enhorabuena a los premiados!
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