Un cielo nuevamente gris lo vio
pasear aquella tarde desinteresada. Casi nunca daba tiempo a que se secasen los
charcos bajo la lluvia ácida. Ensimismado en turbios pensamientos, el ruido del
motor rugiente de una motocicleta le hizo mirar hacia adelante y hacia la
izquierda, sobre el cruce de semáforos… y allí estaba ella. Fer sabía que era
asistente, Fer sabía que su mundo era el servicio total a su amo, Fer sabía que
su corazón era un reactor de kunzokita y que su cerebro una placa base; pero
Fer sabía que la amaba, sin saber por qué en absoluto. Se decía, como esta vez
absorto en la imagen de la robot a la que adoraba, que no era como esos
pervertidos a quienes sólo le ponían las mujeres con implantes, que sin ellos no
se excitaban. No: sus sentimientos iban más allá de un asqueroso fetichismo o de
una fantasía sexual. Eran puros desde el primer momento en que la vio. La
droide, un modelo AS 44 de tres o cuatro años antes que estos acontecimientos,
formaba parte del catálogo de asistentes personales de HiTech: tenía los ojos
verdes y luminosos, pocas curvas y resistencia bajo el agua. Fer no podía, por
mucho que lo intentara, evitar que su imaginación viajara a esos dedos
sintéticos, largos y delgados, rozándole el pecho después de hacer el amor. El
corazón se le desbocó, se detuvo en seco en medio de la acera, sonrió a la nada
que los separaba entre esquina y esquina, el semáforo volvió a lucir verde
allí, y ella desapareció con el contoneo de sus caderas metálicas en la otra
acera. Fer suspiró… ¿sería conveniente seguirla de una vez y averiguar para
quién trabajaba?
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