lunes, 20 de abril de 2020

Fábulas post-apocalípticas I


  1. EL LADRÓN DE CARNE.

“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”

"El mundo ha cambiado. En el oeste, Megalisboa se ha izado como la gran urbe donde el 'progreso' continúa... pero ellos, los que se han auto-denominado 'civilizados' nos envidian... somos los genésicos, habitantes de la preciosa Génesis en el centro de la península y todos los ciudadanos de las tribus adscritas a su vasto territorio. Nos llaman 'salvajes' porque no abrazamos la tecnología que, como todos sabemos, fue el trasfondo del motivo que hizo cambiar al mundo destruyéndolo. Pero desean nuestros cultivos y miran con asombro y casi vergüenza nuestra riqueza arquitectónica... ya los hay quienes, huyendo de su naturaleza urbanita, se han matriculado en la Akademia: la mayor universidad y centro de pensamiento y estudios de lo que hoy podemos llamar 'planeta'...

...pero para comprender mejor el sistema de las cosas que nos ha tocado vivir bajo el mandato de Kratka, el Valiente, y la constante amenaza de invasión de Artorius, gobernador de Megalisboa, no hay cosa mejor que conocer e intentar comprender la vida de nuestros vecinos y compañeros en este nuevo mundo que la radiación 'creó'... y yo, el cronista de Kratka, la voy a mostrar...”

Las estaciones habían regresado tan sólo hacía un par de décadas; y los mayores no se acostumbraban al renovado frío invernal tras el brevísimo otoño. El verano del año 130 fue especialmnte caluroso, por lo que la mayor parte de los habitantes de Génesis había postergado la compra o el trueque de pieles hasta el último momento. En el zoco, al norte de la ciudadela, los vendedores de pieles y los cazadores no daban abasto; y en las tabernas de los aledaños, las familias se agolpaban por una mesa libre y un buen plato de estofado de carne o unas chuletas a la brasa con patatas asadas; típicos de la temporada.
Pero Chicco había ido solo... y no se podía permitir ni una ración de estofado, ni una nueva capa que evitara el enfriamiento, casi crónico, de sus enclenques huesos. Tendría unos trece años, era analfabeto, y sus ojos negros y su piel morena decían de él que hubo venido de las tierras post-andalusíes del sur. Y sentía un hambre tan pertinaz como rugiente olfateando desde el callejón los aromas que surgían de las cocinas del Restaurante Ave Rapaz, justo a la entrada del zoco. La noche, con su sudario frío de oscuridades y la promesa de la Luna en lo alto, se había hecho ya con el valle y los tejados. Sopló su aliento caliente en la punta de sus dedos y frotó insistentemente las palmas de sus manos. Llevaba una casaca de militar del sureste raída y una capucha de piel teñida de granate, por lo que tiritaba cada dos o tres minutos de manera involuntaria. Cruzó el callejón, en sombras exceptuando el farolillo naranja de papel sobre la portezuela que daba a la cocina del Ave Rapaz, y pegó su espalda al muro junto a esa entrada, de modo que cuando se abriese, él quedara justo en frente... aguardó con la mente vacía en ocasiones, visualizando su 'plan' en otras, y al fin la portezuela de madera deformada por la humedad se abrió con uno de los ayudantes del cocinero portando sobras que tirar al cubo de los desperdicios.
Chicco se coló entre la barriga del ayudante y el quicio de la entrada y, a la carrera, cogió la primera pieza de carne adobada que vio y se dirigió al salón atestado de comensales; lo atravesó sin trastabillarse y se dispuso a salir por la puerta principal sin posterior rumbo conocido. Se oyeron gritos de: "¡Al ladrón!"; en la puerta y desde el comedor; recogidos por un guardia que merodeaba por allí y se topó con la escena del hurto. Chicco corría calle abajo entre la gente, un camarero enarbolaba su paño de algodón blanco y le indicaba al guardia la dirección del pequeño ladronzuelo; y los transeúntes, indiferentes, se iban apartando dejando paso a la frenética huida de Chicco y a la correspondiente persecución del afortunado soldado. Le había tocado el turno de noche esa jornada y, como últimamente el mercado había crecido ostensiblemente, le habían destinado allí precavido de situaciones como la que estaba padeciendo...
Chicco sabía que era perseguido, pero no miró atrás en ningún momento. El trozo de ciervo era grande e incluso le quemó las manos al principio, pero jamás pensó en soltarlo. Sólo corrió... tenía, aunque no lo pareciera a priori, un serio objetivo. Las voces del guardia, joven y vigoroso, cada vez estaban más cerca de su nuca y, conforme se alejaban del zoco más y más al suroeste; menos obstáculos había y menos gente presenciaba la persecución. El guardia pensó en más de una ocasión que aquel canijo corría demasiado para tener unas piernas tan escuálidas... sólo rezó porque no fuera un cebo conduciéndolo a una trampa cruel...
De repente, Chicco quebró y desapareció de la vista del guardia introduciéndose en una oscura calleja, sin iluminar y más solitaria que el vasto desierto que rodea la preciosa, preciosísima, Génesis. El soldado se detuvo ante la tiniebla y el silencio y, apoyando sus manos sobre sus muslos y arqueando hacia adelante su espalda, recuperó el aliento antes de adentrarse en el miedo. "Le daré una buena tunda y se le quitarán las ganas de ir robando por ahí..."; se dijo antes de descubrir que una fina llama alumbraba tenue en una oquedad mediana al fondo de la calleja y a la derecha. Escuchó risas, de dos niños supuso... "¡Será posible: se burlan de mí!"; pensó y conforme se acercaba iba distinguiendo el inhóspito escondrijo: una especie de covacha horadada directamente en el cimiento antiguo de la vivienda que se construyó encima. Al dejarse ver a la luz de la pequeña vela blanca asustó a Chicco y a su compañía, que se pusieron en pie temiendo ser detenidos o algo peor.
El guardia fue, en cambio, el mayor sorprendido... suspiró y abortó cualquier intención de tunda o reprimenda al ladrón: éste compartía con dos niños de su misma etnia post-andalusí, y más pequeños, con vehemencia hambrienta el trozo de carne que comían con las manos desnudas.
-Son mis hermanos... tenían hambre -sentenció Chicco con luz y severidad en su morena mirada. Los niños se quedaron con temor no obstante en los ojos aguardando la final decisión del soldado.
Pasaron varios segundos, que a todos parecieron eternos, hasta que el muchacho respondió:
-Diré que te perdí la pista.
Los otros tres sonrieron y se sentaron de nuevo en el suelo arenoso alrededor de la vela, se pasaban la carne y cada uno iba mordiendo desgarrándola y saciándose por turnos.
El guardia se alejó despacio, en silencio. Pensó en Chi-lá, su esposa, y en la cena que había disfrutado con ella en su casa antes de empezar el turno. Pensó en que, dadas las circunstancias, era uno de los hombres más ricos del mundo.

Miguel Díaz Romero (c)

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