jueves, 23 de abril de 2020

Fábulas post-apocalípticas IV






“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”


4.  LA VISITA DE LOS HÉROES

"En el Pasado, cuando el mundo era viejo y el Ser Humano estaba lleno de maldad y perniciosos sentimientos, existió una lucha que comenzó en los albores del Tiempo y terminó con el 'gran catapum'... la del Bien contra el Mal; así los 'buenos' eran defendidos por Héroes de los ataques infinitos de los 'malos', representados por los Villanos...
...dicen las leyendas que con el cataclismo mundial que dejó el planeta arrasado y contaminad0,o los villanos y los héroes dejaron de existir: algunos murieron, otros regresaron a sus mundos, diferentes a éste el nuestro... pero algunos pocos lograron sobrevivir... y conviven aún hoy entre nosotros...
Pero, como no pueden interferir en el nuevo devenir del sistema de cosas, y prefieren guardar por tanto el anonimato, nadie sabe con seguridad quiénes son, qué tipo de vida pueden llevar, y cuándo volverá a desenterrarse el hacha de guerra que tantas veces Ayer desniveló la onírica balanza entre el Bien y el Mal."

La nieve brillaba, con destellos plateados sobre el tejido albino, al frío sol de invierno en el centro de Génesis. El campus de la Akademia parecía una lengua de hojaldre untado de un merengue pálido, poseedor de la dulzura con que las bellas jóvenes de la preciosísima ciudad conquistaban los corazones de los plebeyos. Tras el alba, con el cielo despejado y tan azul que hacía aparecer lágrimas en los ojos del aeda, una mañana gélida y limpia de domingo se abría paso con despertares perezosos tras la madrugada bebiendo cerveza y jugando a los dardos en las tabernas.

Una figura encapuchada, con hábitos negros, se pasea sobre el manto blanco despacio, ranquea del pie derecho y parece un jorobado, un tullido más de cuantos pueblan esas calles por las que jamás pasan los caballeros y la 'gente de bien'. Se agacha encorvando la deforme espalda y corta el escuálido y tierno tallo de una extraña flor de dorados pétalos pentagonales.
-La primera dauradela del año... -susurra con una voz grave, de ultratumba, que no puede ser de éste, nuestro mundo.
Cuando parece que va a incorporarse y tal vez proseguir con su paseo, no lo hace. Sus ojos se abren y sus pupilas se contraen: son casi verdes, casi grises. Parece concentrarse en algo que hay a su alrededor y que nadie más puede percibir excepto él.
Una aguja de acero pintada de negro surca el frío aire tras él en su dirección y, con un rapidísimo y sorprendente movimiento de cabeza, la esquiva y ésta se clava en el tronco desnudo de un fantasmagórico chopo de plata a su frente.

Por un segundo se podría pensar que el mismo corazón de Génesis se detuvo y que sus pulmones suspendieron su glorioso respirar conteniendo firmemente adentro todo el aire del Universo.

El jorobado, dauradela todavía en mano, dio un salto describiendo una voltereta hacia atrás y adoptando posición de guardia, se quitó la túnica de piel azabache, y gritó levantando los puños. De repente, el jorobado se había convertido en un hombre joven y musculoso, y de su maltrecha espalda surgieron dos alas como de un pájaro enorme, y dos espadas colgaban paralelas entre éstas que el héroe desenvainó permitiendo que cortaran el aire.
El villano entonces, aquél que había lanzado la aguja letal, se escondió más todavía en la incierta sombra desde donde hubo atacado. Quizá con la esperanza, o con la intención nada más, de que aquel ser alado no lo descubriera y despedazara con ese par de espadas, empezó a correr sin mirar atrás, diluyéndose por los invisibles ríos en que para él se convirtieron las callejas del casco antiguo que rodean el campus.

Mientras el héroe, aprovechando la soledad de la alborada entre las tapias y sobre los tejados, sobrevolaba la preciosísima Génesis en su busca; el villano lograba darle esquinazo escabulléndose y llegando a su ignota madriguera.

Horas después, cuando el aleteo del ser alado ya había cesado y vuelto al ranquear del jorobado, el villano volvió a salir de su escondrijo en busca de alimento.

Akrog se despertó, ni muy pronto ni muy tarde, con la idea de ir a cazar pájaros extramuros de la ciudad después de almorzar con su buen amigo Ízor en uno de los bares del barrio del noroeste. En esa parte de la ciudad se puso de moda, décadas atrás, comprar una segunda vivienda entre los inmigrantes de clase alta provenientes de las tribus del norte. Por lo que, como se trataba de mayoritariamente casas de recreo y descanso, tenían su propio jardincillo y las calles eran bulevares anchos con arboledas frondosas a ambos lados de la calzada. Así, Akrog e Ízor, desprovistos de sus monturas pues es sabido que los caballos y los pájaros son incompatibles, pasearon por el bulevar número cuatro desde la muralla norte con las jaulas mientras la nieve se deshacía en los campos y los ribazos.

Algo más adelante, donde se veía terminar la avenida y se distinguía el muro de la ciudad con ladrillos rojos en ese tramo, los dos vieron cómo una niña, una preadolescente tal vez, era obligada a adentrarse en una de las callejas que separan las propiedades a empujones. Tras cruzar sus propias miradas, salieron a la carrera hacia la joven y el tipo grandote con la intención de impedir que pudiera violarla o hacerle algo horrible por el estilo.
Intentando que su respiración regresase a su ritmo normal en la boca de la calleja al tiempo que rezando porque hubieran llegado a tiempo, cuál fue su terrorífica sorpresa al comprobar que la chica, que apenas levantaba metro cincuenta del suelo y pesaba menos de cuarenta kilos, se estaba tragando literalmente al grandullón, engulléndolo como si ella fuera un gigantesco crótalo y el otro un mamífero despistado que había caído en la trampa de la serpiente. Por un momento se quedaron paralizados, pero cuando los ojos, sin pupilas y henchidos los párpados colorados, de la víbora se giraron hacia ellos, el pavor se apoderó de sus corazones haciendo que sus piernas reaccionaran corriendo como perseguidos por el más violento de los depredadores, y dando voces de cuanto acababan de ver y no podían creer.

El jorobado se la quedó mirando: la niña todavía hedía: se habría alimentado hacía pocos minutos pues tenía la barriga hinchada y respiraba con cierta dificultad, pero era el mismo olor corporal de quien le hubo lanzado la aguja esa misma mañana.
-Ahora no escaparás... -le susurró con su voz gutural.

Las dos espadas se cruzaron por última vez.
La cabeza del demonio, como los antiguos llamaban a los agentes del Mal antes del 'gran catapum', rebotó un par de veces antes de detenerse junto a una hilera de cipreses que los observaban con indiferencia.

-Por eso... -dijo Akrog a un conocido en la taberna esa misma noche con una cerveza de más entre pecho y espalda-: nunca te fíes de las apariencias.



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