sábado, 25 de abril de 2020

Fábulas post-apocalípticas VI


“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”



6.    EL HERMANO DEL CARRETERO


"Hacía muchos años, décadas tal vez, que no se veía tropas de Megalisboa en los territorios fronterizos pertenecientes al Reino de mi Señor Kratka. Pero aquel invierno gélido los jinetes postandalusíes que controlaban el paso de mercancías desde el sur hasta las lejanas tierras de los blackädian divisaron varias baterías de infantería de Artorius merodeando por allí. La tierra de la zona de lo que en el pasado fueran dehesas ricas repletas de bosquejos, quedó totalmente inservible y baldía tras el 'gran catapum', por lo que los expertos dedujeron que no se trataba de un acercamiento previo a la apropiación de terrenos cultivables, tan escasos en su territorio, sino que el motivo de su presencia era otro e indeterminado...

... así, como medida de precaución, mi Señor Kratka envió un embajador de Génesis para intentar parlamento con alguno de los oficiales desplazados a aquella tierra parduzca y hostil. Ninguno de ellos quiso iniciar algún tipo de conversación con la embajada y, a pesar de ser territorio neutro, el Rey no quiso perturbar la relativa pax fronteriza y decidió dejar hacer a los militares del oeste.
Cuentan algunos de los que fueron con el embajador genésico que los megalisboetas ocultaban un objeto extraño y humeante... un vehículo tal vez "caído" del cielo proveniente de un punto inédito más allá de las estrellas... y cuentan también que quienes pilotaban aquel vehículo celeste no eran humanos... pues tenían escamas por piel, garras por manos... ¡y cola como los lagartos sobresaliendo del final de sus encorvadas espaldas!"

Otra mañana el carretero salió de casa para ir a trabajar con dolor de cabeza: su esposa se había empeñado en que éste se pusiera en contacto con su hermano mayor, pero para su opinión esto era imposible.

Meses atrás, cuando todavía el crudo invierno no había limpiado el cielo con su viento glacial, su padre había fallecido sin firmar testamento, lo que no habría supuesto ningún problema en la repartición de unas tierras que el anciano poseía al este de la ciudad de no ser por una treta del hermano mayor del carretero. Como el carretero era iletrado, casi analfabeto, el otro se aprovechó de esta condición para contratar un akadémico en leyes y jugársela al carretero a través de un testamento falsificado y fraudulento... en resumidas cuentas, el hermano se había quedado con todas las tierras y la casa del padre, dejando sólo un viejo buey que gastaba más que rentaba en el escaso patrimonio del carretero. Éste, al verse engañado, retiró la palabra al otro y, aunque en el pasado se hubieron llevado bien e incluso salían de caza o a tomar unas cervezas de vez en cuando, había jurado no volver a hablarle jamás y negar que tuviera un hermano. Asunto que, como era obvio, no gustaba a su esposa, más tolerante, quien cada día le recordaba que los rencores no harían otra cosa que angustiarle y enfermarle y que debía hacer las paces con el impostor aunque "perdiera" materialmente con ello...

Las sombras se cernían sobre el valle, la nieve se había deshelado y una borrasca amenazaba con dejar caer litros y litros de agua sobre los campos y los tejados de la bella, bellísima, Génesis. Afortunadamente, las pieles le protegían del frío matinal y el viaje de esa jornada, contratado por un terrateniente de una tribu norteña, era corto y estaría, con suerte y si los mozos se daban prisa en descargar las algarrobas, después de comer de vuelta en el hogar.
Dio un pequeño trago a su petaca repleta de hidromiel e hizo temblar adrede su cuerpo para zafarse de las bajas temperaturas. Después, arreó los machicos y el carro comenzó su viaje al cortijo ya indicado.

La lluvia, más fina de lo supuesto en principio contemplando el grosor negro y gris y hasta verde de los nubarrones extendidos desde el este, le acompañó desde el mismo instante en que atravesó la última puerta oriental de la ciudad antes de enfrentarse a la dura intemperie.
Saludó todavía enfurruñado a los centinelas, pensando y dándole vueltas a lo dicho por su mujer, y emprendió una de tantas veredas que surcan, como cicatrices de barro sobre la piel de piedra, el gran valle en el que se ubica la magnánima y perfecta Génesis.
Por asociación de ideas, o por caprichos de la memoria, empezó a recordar momentos - fotogramas de una película inexistente - del pasado compartidos con su hermano mayor. Aquella vez que él rompió uno de los odres nuevos de su padre y, para que éste no le regañara, su hermano acarreó con la culpa en la infancia; la otra ocasión cuando, evocando al mismo tiempo los primeros amores, le instruyó en qué y cómo debía hablar a la bella muchacha de la cual se hubo enamorado en la adolescencia; cómo ambos se hicieron responsables de las tareas domésticas tras el fallecimiento de su madre y luego empezaron a trabajar como carreteros para ayudar en la economía familiar; o el emotivo discurso, pues su hermano mayor siempre destacó por su elocuencia, que éste dio en su boda y que el total de los invitados del banquete aplaudió... pero, ¿podía sólo una obra mala borrar de un plumazo una amplia trayectoria de buenas acciones?, ¿se había endiosado, la ambición lo había poseído y, jugando al margen de la ley, se le debía juzgar por un grave error sin tener más en cuenta todo lo bueno que hubo logrado?

De los devaneos de su conciencia le sacó el olor a humo; que en seguida advirtió y distinguió era de madera quemada, pero no de la hoguera que hacen los olivareros en invierno cuando queman los sarmientos restos de la poda. Oteó el horizonte azul y gris, de lluvia cada vez más copiosa y fría, y pudo ver, no muy lejos y siguiendo el camino que ya recorría, una columna de humo casi negro ascendiendo sobre un tejado que se tornasolaba siendo devorado por una amarilla, naranja y roja llama.
Arreó a los mulos que, aun impedidos por su lenta y robusta naturaleza, corrieron cuanto pudieron hasta llevarle junto al cobertizo ardiendo... ya tres o cuatro personas trataban de socorrer a quienes estuviesen atrapados adentro. El carretero se apeó raudo y los mulos resoplaron intentando que sus pulmones se relajaran tras la carrera.
-¡Todavía hay uno en el interior! -gritó un mozo de caballerizas que en ese momento dejaba en el húmedo suelo a un salvado de las llamas, y cuya faz había ennegrecido el hollín ondulante en el aire.
-¡Voy! -avisó el carretero, evidentemente más fresco que los que acarreaban calderos y trataban de sofocar las vastas llamas.
El carretero entró y divisó, sin distinguirlo del todo, el cuerpo del yaciente junto a una de las vigas prendidas sobre el forraje y la paja. Con presteza y valentía, movió la madera y acarreó el cuerpo sacándolo de allí...
-Bien hecho... -le dijo uno dándole un golpecito en el hombro.
-Gracias... ¿estás bien? -preguntó girándose hacia quien hubo salvado para verle bien la cara.
-S... sí... - los dos se quedaron atónitos, contemplándose con los ojos abiertos y sin decir nada. Era el hermano del carretero, a quien éste le había salvado la vida rescatándolo de las letales llamaradas.
 


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