jueves, 30 de abril de 2020

Fábulas post-apocalípticas XI


“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”

Fanfic de Luis Basanta inspirado en los "Miradas serena"


“Cuando los antiguos dioses, anteriores al ‘gran catapum’, abandonaron al Hombre, la tribu de los Elegidos, empezó a adorar a la Señora Luna. Y con Unkh, el primer Rey de Génesis, se estableció e institucionalizó su culto en la ciudad y el Reino.

No obstante, la libertad de culto es hoy una ley constitucional que empezó tan pronto se conoció la realidad cultural de nuestro amado reino... pero algunos, algunos de los que creyeron que la Señora Luna era la única diosa de los Hombres, opinaban que su culto debía no sólo ser sostenido económicamente por los impuestos del Rey, sino que además debía ser obligatorio para todos los ciudadanos de los vastos territorios de Unkh, y cercenado cualquier otro dios de los templos y los pueblos.
Esta es la triste historia del último de ellos."

Su abuelo conoció a Unkh, llegó a ser jefe de los coperos del Rey, pero la relación de éste con el fallecido monarca se vio afectada por el decreto a través del cual Unkh, El Elegido, firmó que era innecesaria la obligatoriedad del culto. Su abuelo era un ferviente creyente en la deidad, y se sintió ofendido como el resto de sus conocidos con quien se juntaba una vez por semana para celebrar el culto por ese decreto. La decepción de aquel grupo se radicalizó conforme el desinterés por el asunto por parte de la Akademia y de Palacio crecía, llegando a archivar cuantos recursos contra el decreto fueron presentados. La radicalización le costó, debido a la ira que contenía cuando estaba en presencia del Rey expresada en antipatía, el puesto de jefe de los coperos y una degradación de su puesto por mal servicio. Este hecho desembocó en un absceso de furia en el templo que exaltó a todos los feligreses, partidarios de la obligatoriedad universal de su doctrina, y todos salieron a la calle vestidos con unas togas que caracterizaban su casta sacerdotal e irrumpieron desatando la violencia alimentada por la ira de su frustración en la plaza del mercado frente a Palacio. Los gritos de alarma de compradores y mercaderes avisaron a los efectivos de la guardia presentes en la plaza y las calles aledañas, que se presentaron ante los agresivos manifestantes de inmediato. Alegando unos que merecían ser escuchadas y admitidas sus pretensiones en nombre de la Señora Luna; y otros que debían hacerlo mediante los cauces burocráticos establecidos y que los actos violentos de destrozo y vandalismo eran penados por las leyes del Reino, se dio el desconcierto. Su abuelo, como dirigente de los exaltados, debía tomar una decisión... y lo hizo arrojando una piedra a un centinela, que cayó inconsciente con su yelmo abollado. Entonces una escaramuza dio paso a una batalla campal que se saldó con decenas de heridos y detenidos. Su abuelo dio con sus huesos en los calabozos y en ellos murió. Desde ese día los llamados "fanáticos" por el resto de creyentes de las diversas religiones, se convirtieron en una secta clandestina que perpetró, repitiendo los mismos alegatos una y otra vez, diversos actos violentos y asesinatos descritos como "terrorismo".

Él, aprendida desde el vientre materno la historia de que los suyos y sus sentimientos eran perseguidos y reprimidos. Que el reinado del linaje de Unkh no les permitía vivir como ellos deseaban privándoles de libertad. Que era su misión, ordenada directamente por la Señora Luna a sus temerosos y fieles corazones, imponer su culto a todos los que no se postraban ante su altar en solemne acción de gracias. Se había convertido con su mayoría de edad en el nuevo y secreto dirigente de los fanáticos, haciendo propia la furia de sus muertos y la cruzada que iniciaron ellos.
Pero los suyos, con la clandestinidad, las detenciones y los años, había sido escatimado. Solamente quedaban unos pocos, menos de una decena, y no habían actuado en décadas. Además, las nuevas generaciones: hijos e incluso nietos de los acólitos que restaban, parecían haber perdido todo interés y se habían dejado seducir por las "mentiras" de la sociedad y su indiferencia, alejándose del "buen camino de la fe" y de los dogmas de los fanáticos.
-Apóstatas -había dicho él al comienzo de esa última reunión en su propia casa-: mi propio hijo y sus hijos me declararon la guerra al no seguir con nosotros. Se volvieron despreciables en el mismo instante que negaron la Verdad de la cual nuestra sagrada curia es su único testigo y baluarte. Hoy será una noche gloriosa para los que nos hemos mantenido fieles y firmes... nos ganaremos un puesto en la Eternidad, junto con la Señora Luna, para morar por siempre en gozo y en gloria... -las palabras le llenaban la boca y le colmaban de orgullo a él y de convicción a quienes escuchaban. Serían inmortales gracias al influjo y el poder de su deidad como últimos soldados, estandartes, de su adoración, defendiendo su divino honor en la tierra de los mortales.

La noche cayó. Ya no eran frías. Los siete hombres, ocultos de la luz bajo tupidas túnicas de grueso pelaje, salieron en dirección a la parte alta de la ciudad desierta y oscura, las calles eran tumbas. Portaban una caja de madera con trescientos kilos de explosivo. La malvada compaña, sin velas ni tambores, llegó hasta la plaza del mercado sin ser interceptada por ningún sereno. Las puertas de Palacio de mi Señor Kratka se avistaban desde allí: los centinelas continuaban con su quieto turno a ambos lados de la verja de barrotes dorados bajo el friso de mármol rosado. En medio del parque con suelo de adoquines grises, abrieron la tapa redonda de metal que conducía a las alcantarillas y se adentraron en los abovedados y más oscuros pasadizos del subsuelo de la ciudad. Recorrieron, alumbrados por una lámpara de aceite que reflejaba el brillo de los ojos de las ratas, los metros que les separaban de las catacumbas de la residencia del Rey y, sin que nadie lo advirtiera, colocaron la caja explosiva orlada de glifos para ellos sagrados y, con un macabro rezo, se prepararon para marcharse activando antes el detonador automático...

Arriba, en ese momento, uno de los Héroes durmientes, despertó al monarca y le explicó lo que estaba ocurriendo debajo del suelo.
El Rey entendió sus palabras, andróginas, que sonaban dentro de su mente aunque el ser de otro mundo no abría la boca para hablarle. El reloj del detonador había comenzado su breve cuenta atrás y los acólitos todavía estaban cerca de la bomba letal. Los dos, el Rey y el Héroe, descendieron teletransportándose mutados en nube y en sombra y aparecieron entre el artefacto explosivo y los terroristas. Con una palmada, el ser alado detuvo el tiempo; con otra, detonó la bomba... pero en lugar de estallar en todas direcciones y derribar los cimientos de Palacio con todos sus habitantes adentro, la deflagración surgió en una única dirección: hacia los fanáticos y hacia ellos dos. El fuego destructor atravesó los no cuerpos de mi Señor Kratka y de su acompañante y salvador sin tocarles; en cambio, cuando impactó contra los cuerpos de los que escapaban, los consumió de inmediato sin que, paralizados todavía por el primer hechizo, se dieran ni cuenta.

Su Majestad escuchó entonces las últimas palabras del Héroe antes de que se desvaneciera como polvo en las sombras:
“Quien mata en nombre de cualquier dios, sólo mata en su propio nombre y cava su propia tumba.”

 


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