“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista
real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi
Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”
13. LA GAVIOTA
"Había
comenzado la época de exámenes en la Akademia, y el centro de mi preciosísima Génesis
bullía de estudiantes colmando las bibliotecas públicas, los centros de
estudios, el grandísimo campus y los cafés y las terrazas cuyas mesas, además
de las tazas y los vasos, debían soportar el peso de los bloques de apuntes,
los montones de libros abiertos y los lápices repicando contra las aristas de
los cuadernos. Las clases de los alumnos más aventajados aconsejando a los
compañeros entre horas en las plazas y las calles. Los jóvenes descansando,
fumando en pipa o bebiendo un refresco en el césped. La algarabía de los que
preferían la noche para estudiar, haciendo del ciclo una tarea veinticuatro
horas a las puertas de las facultades y las tiendas de bebidas y comestibles
que hacían las mejores ventas del año durante esas semanas. Y los nervios de
última hora y el futuro del grueso de la juventud genésica y de la mayor parte
de las tribus bajo el protectorado de mi Señor Kratka por decidir y escribir...
de esas pruebas podrían salir los futuros galenos, bardos reales, pensadores,
biólogos, ingenieros, pintores... como yo mismo fui cuando el mundo era joven
todavía y las encinas del campus de la Akademia no daban sombra a los estudiantes
quienes, tras toda la noche en vela apoyando los codos, dormían bajo sus
ramajes para al atardecer volver a empezar."
Aknur se levantó aquella mañana con severos dolores de espalda. Su esposa había fallecido años atrás y la casa estaba vacía, fría a pesar del calor de la primavera, y triste de soledad. Las rodillas, antes firmes y ligeras, le crujieron al unísono al caminar hasta el cuarto de baño... incontables eran las arrugas que poblaban su rostro otorgándole magisterio y serenidad. Unas pupilas tan azules y viejas que reflejaban el valor del mundo se encontraron consigo mismas en el reflejo del espejo. Habían visto el futuro convertirse en leyenda. Y lo sabían todo ya.
Aknur se levantó aquella mañana con severos dolores de espalda. Su esposa había fallecido años atrás y la casa estaba vacía, fría a pesar del calor de la primavera, y triste de soledad. Las rodillas, antes firmes y ligeras, le crujieron al unísono al caminar hasta el cuarto de baño... incontables eran las arrugas que poblaban su rostro otorgándole magisterio y serenidad. Unas pupilas tan azules y viejas que reflejaban el valor del mundo se encontraron consigo mismas en el reflejo del espejo. Habían visto el futuro convertirse en leyenda. Y lo sabían todo ya.
En lugar de vestirse con los pantalones de tela y la camisola blanca de ayer, esa mañana Aknur rebuscó en el viejo arcón de su dormitorio, y extrajo de sus entrañas de madera forrada de piel teñida de grana el traje ceremonial de los Errar-Ja, su tribu natal. Eran las vestiduras del guerrero: las que se ponían sus antepasados para ir a la batalla contra las tribus enemigas del desdibujado centro peninsular. Se las calzó no sin esfuerzo y con algo de fortuna y, con los vestigios del maquillaje de Enya, su mujer, se pintó el rostro como cuando lo hizo al cumplir los dieciséis y marchar al frente con Akmar, su padre. En el mismo espejo donde se perdieron sus pupilas azules al despertar, el rostro del guerrero sonrió abiertamente, orgulloso y lleno de paz. No le importó en absoluto que le faltara la mitad de los dientes.
Salió a la calle, los estudiantes le miraban con un toque entrañable... muchos de ellos conocían trajes y pinturas similares que sus padres o parientes les enseñaron por si regresaban los tiempos de la guerra: los malos tiempos a decir verdad. En las sonrisas de la juventud Aknur contempló también el tributo que el tiempo rinde a la sabiduría, y sintió henchido de honor su anciano y débil corazón. Atravesó la ciudad y se alejó.
En los prados cincundantes a la bella y magnífica, luz de las naciones, Génesis, halló una piedra y una vara dignas y, sentado en una peña bajo el cálido sol primaveral, se hizo una lanza como las de ayer atando los dos objetos con soga fina de cáñamo marrón. Para el escudo, entrelazó múltiples hojas de palma en una red endurecida por la maestría de su cosido en el mismo lugar.
Cuentan
los pastores que le vieron alejarse, armado de escudo y de lanza, por la vereda
que desciende al desierto que se extiende diáfano hacia el sur.
Aknur anduvo todo ese día en línea recta. Recordó el nombre de su abuelo, el del padre de éste, y el del padre de éste también. Contó los grajos que le sobrevolaron en el camino. Y hasta los latidos del corazón a cada paso sobre la arena cada vez más ardiente. Un chacal, o perro del desierto, le acompañó divertido hasta bien caída la noche... pero Aknur no se echó a dormir en un oasis con él.
Siguió
andando, y andando le descubrió el amanecer.
Esa tarde, pues el sol ya se posaba tímidamente en su lecho de poniente, Aknur hincó las rodillas en la arena y sonrió al aire caliente. Sus pupilas del azul de los azules rieron y se apagaron para no volver.
Se
rompió el latido de su corazón con un quejido sordo que nadie pudo oír. Sus
pulmones dejaron de admitir oxígeno adentro. Pensó en la sonrisa de Enya y en
la de Akmar; quienes le aguardaban con los brazos abiertos en el Más Allá.
Y Aknur se fue con la Luna para no regresar.
Como
la gaviota que nunca regresa cuando se adentra en el mar.
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