“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista
real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi
Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”
17. DE ALBARICOQUES Y VIDEOCONSOLAS
"En
la Batalla de Kabdeth, un servidor se cobró tres vidas de los invasores demonios
verdes... y nos sentimos muy orgullosos no sólo por el golpe de autoridad
demostrado por nuestro amado Rey Kratka, sino por todos los valientes que se
desplazaron, de forma voluntaria y con la libertad y el honor por estandartes,
hasta aquel emplazamiento alejado donde todos éramos totalmente conscientes de
que podíamos perder la vida, y no volver a ver ni abrazar a nuestras familias.
Llovió
intensamente los primeros días de aquella semana. No obstante, el fin de semana
amaneció un sol espléndido, acompañado de un viento de medio ímpetu proveniente
del eco del levante; que dibujó sonrisas de tranquilidad en el juego de los
niños en las plazas, y de sus padres orgullosos y victoriosos ante una buena
jarra de cerveza en las terrazas."
Joao
Figo, megalisboeta de primera generación pese a su nombre completamente
portugués, vio regresar los vehículos acorazados y los soldados de infantería
derrotados por la carretera del este a la populosa y ruidosa urbe. Lo hizo
desde un camino de asfalto roto que a cachos era invadido por la ardiente arena
roja del desierto que separaba la ciudad del resto del mundo conocido. Y
acompañado de toda su familia: su hijo Joao y Estela, la joven mujer de éste; y
su hija Beth y el esposo de ella y los dos nietos: Nuno, Nunín y la pequeña
Fabia.
La
familia abandonó Megalisboa porque el resultado de la evolución les abominaba.
Joao
recordaba su feliz infancia y pubertad en el lejano campo... en algún lugar que
sólo recordaba en sus sueños y quimeras y que, en ese momento, no podía ubicar
con ninguna exactitud desde ese camino olvidado y rodeado de aridez. Recordaba
las salidas con sus amigos, con doce años o así, después de la escuela en el
campamento de su tribu, de tiendas grandes de tela marrón y verde y altas
cúpulas hechas con cortinas impermeables... cómo lanzaban piedras a los
postciervos que se dejaban ver en la linde del bosque; cómo les ponían trampas
a los conejos silvestres: redes en las entradas de las madrigueras, tapando las
tres o cuatro más cercanas que lograban ubicar, y metiendo sus hurones en el
hueco elegido; y a los pájaros - verderoles, ruiseñores, cagarneras y hasta
diamantes y periquitos - en la lejana arboleda del arroyo: jaulas de celosía
metálica hexagonal, puestas de manera inclinada y sujetas por un palito con
grano de cereal debajo para atraerlos y tirar del cordel en el momento exacto
para atraparlos adentro; cómo el primo de su primo robaba hoja de tabaco y
aprendieron a liarlo en pampa de vid mojada; y robar albaricoques de algún
bancal privado, en esas primeras semanas de verano o últimas de primavera
cuando todavía eran muy pequeños, que no tenían casi carne, y tenían que salir
corriendo porque el dueño, normalmente un viejo cascarrabias de la tribu, aparecía
vara en mano amenazándoles a gritos...
Recordaba
cuando, todos los amigos juntos o los compañeros de la escuela tribal, se
reunían en torno a una hoguera al caer la tibia noche primaveral y el Maestro,
algún venerable anciano con capacidad para ello, les relataba una bella
historia sobre el pasado, el presente o incluso el futuro, que siempre contenía
un mensaje encriptado u oculto, y que cuando él lo descubría sentía sus
horizontes más lejanos y sus adentros sin fin ensanchar...
Un
par de semanas atrás, cuando Joao llegó después de dar un breve paseo por la
avenida en la que vivía con su hija Beth y los niños en el perímetro seis - de
clase media - la situación que encontró en el hogar, aunque cotidiana, a pesar
de haberla vivido decenas de veces los últimos tiempos desde que enviudó y se
mudó allí, le resultó reveladora y en cualquier caso determinante.
Beth
acababa de llegar del trabajo: limpiaba por horas en un par de casas del perímetro
cuatro al que iba y del que venía en autobús. Nuno todavía estaba en la fábrica
de flores artificiales y no terminaba su turno en el polígono del perímetro
cinco hasta las diez. Y Nunín, como había terminado los deberes que le mandaron
del colegio, y según las nuevas situaciones que se daban por doquier en la
ciudad, era demasiado mayor como para acompañar a su madre y su hermanita en el
parque de tres manzanas más para allá pero demasiado pequeño como para salir
con chicas o con los colegas a un bar, estaba sentado con las piernas cruzadas
en la alfombra del pequeño salón-comedor. El niño, el preadolescente que era un
calco de su abuelo de haber tenido una fotografía de éste a su edad para poder
comparar, estaba absorto en la pantalla de su televisor y sostenía un mando con
botones de acción y dirección. Jugaba con su videoconsola a un juego bélico
donde él encarnaba a un soldado megalisboeta, un miembro equis de la
infantería, que debía cargarse a cuantas caricaturas de guerreros tribales de
Génesis pudiera en cuanto menor tiempo mejor para puntuar en cada misión.
"Él
nunca sabrá qué es un albaricoque..."; le dio por pensar sintiendo una
inesperada y profunda tristeza removerle el corazón; "ni se reirá con los
amigos cuando uno de ellos se caiga sobre el barro tratando de atrapar un
conejo con sus propias manos...". De hecho, fue tan hondo su súbito pesar,
que una lágrima fría del viento del cambio le hirió la mejilla izquierda:
-Nunín...
-dijo a su nieto desde unos metros detrás de él mientras el muchacho no
apartaba la vista del televisor y el ruido del terrible juego-. ¿Quién es tu
mejor amigo?
-No
tengo, abuelo... -respondió el otro sin tono y con la más absoluta de las
indiferencias. Y a su abuelo se le terminó de romper su ya viejo corazón.
Cuando
Nuno llegó, Joao le expuso la tragedia que significaba la pérdida de una
infancia. De toda una escala de valores humanistas en tan sólo el instante que
en el cosmos dura una vida. La pérdida de una fragancia, del sonido de un
tambor, de un recuerdo grato o del olor de una sonrisa... la pérdida dramática
de una generación autómata teledirigida por un programador perverso de
videojuegos obscenos.
Y lo
más maravilloso fue que Nuno lo entendió.
Que
fueron a llamar a Joao y a Estela; que a ellos también se lo explicaron; y que
también estuvieron de acuerdo con el plan...
...
y que la única solución, o la mejor que hallaron casi sin pensar, fue regresar.
Regresar a la tribu. A la naturaleza. Al campo cubierto de un manto limpio de
estrellas.
Regresar
a la Humanidad.
Cuentan
que Joao encontró, días después de salir de Megalisboa, la larga vereda que
llevaba al campamento donde tantos albaricoques verdes, con su posterior dolor
de estómago, robó... y que se fundió en un abrazo antológico con uno de
aquellos niños que le acompañaron en el pasado al llegar; y que era tan anciano
su rostro como el suyo propio...
...
y que en seguida un muchacho se acercó a Nunín maravillado por sus extrañas
ropas de ciudad, y que menos de una hora después se fueron al campo, libre y
luminoso, a jugar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario