jueves, 7 de mayo de 2020

Fábulas post-apocalípticas XVII


“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”







17.    DE ALBARICOQUES Y VIDEOCONSOLAS



"En la Batalla de Kabdeth, un servidor se cobró tres vidas de los invasores demonios verdes... y nos sentimos muy orgullosos no sólo por el golpe de autoridad demostrado por nuestro amado Rey Kratka, sino por todos los valientes que se desplazaron, de forma voluntaria y con la libertad y el honor por estandartes, hasta aquel emplazamiento alejado donde todos éramos totalmente conscientes de que podíamos perder la vida, y no volver a ver ni abrazar a nuestras familias.
Llovió intensamente los primeros días de aquella semana. No obstante, el fin de semana amaneció un sol espléndido, acompañado de un viento de medio ímpetu proveniente del eco del levante; que dibujó sonrisas de tranquilidad en el juego de los niños en las plazas, y de sus padres orgullosos y victoriosos ante una buena jarra de cerveza en las terrazas." 

Joao Figo, megalisboeta de primera generación pese a su nombre completamente portugués, vio regresar los vehículos acorazados y los soldados de infantería derrotados por la carretera del este a la populosa y ruidosa urbe. Lo hizo desde un camino de asfalto roto que a cachos era invadido por la ardiente arena roja del desierto que separaba la ciudad del resto del mundo conocido. Y acompañado de toda su familia: su hijo Joao y Estela, la joven mujer de éste; y su hija Beth y el esposo de ella y los dos nietos: Nuno, Nunín y la pequeña Fabia.

La familia abandonó Megalisboa porque el resultado de la evolución les abominaba.

Joao recordaba su feliz infancia y pubertad en el lejano campo... en algún lugar que sólo recordaba en sus sueños y quimeras y que, en ese momento, no podía ubicar con ninguna exactitud desde ese camino olvidado y rodeado de aridez. Recordaba las salidas con sus amigos, con doce años o así, después de la escuela en el campamento de su tribu, de tiendas grandes de tela marrón y verde y altas cúpulas hechas con cortinas impermeables... cómo lanzaban piedras a los postciervos que se dejaban ver en la linde del bosque; cómo les ponían trampas a los conejos silvestres: redes en las entradas de las madrigueras, tapando las tres o cuatro más cercanas que lograban ubicar, y metiendo sus hurones en el hueco elegido; y a los pájaros - verderoles, ruiseñores, cagarneras y hasta diamantes y periquitos - en la lejana arboleda del arroyo: jaulas de celosía metálica hexagonal, puestas de manera inclinada y sujetas por un palito con grano de cereal debajo para atraerlos y tirar del cordel en el momento exacto para atraparlos adentro; cómo el primo de su primo robaba hoja de tabaco y aprendieron a liarlo en pampa de vid mojada; y robar albaricoques de algún bancal privado, en esas primeras semanas de verano o últimas de primavera cuando todavía eran muy pequeños, que no tenían casi carne, y tenían que salir corriendo porque el dueño, normalmente un viejo cascarrabias de la tribu, aparecía vara en mano amenazándoles a gritos...

Recordaba cuando, todos los amigos juntos o los compañeros de la escuela tribal, se reunían en torno a una hoguera al caer la tibia noche primaveral y el Maestro, algún venerable anciano con capacidad para ello, les relataba una bella historia sobre el pasado, el presente o incluso el futuro, que siempre contenía un mensaje encriptado u oculto, y que cuando él lo descubría sentía sus horizontes más lejanos y sus adentros sin fin ensanchar...

Un par de semanas atrás, cuando Joao llegó después de dar un breve paseo por la avenida en la que vivía con su hija Beth y los niños en el perímetro seis - de clase media - la situación que encontró en el hogar, aunque cotidiana, a pesar de haberla vivido decenas de veces los últimos tiempos desde que enviudó y se mudó allí, le resultó reveladora y en cualquier caso determinante.
Beth acababa de llegar del trabajo: limpiaba por horas en un par de casas del perímetro cuatro al que iba y del que venía en autobús. Nuno todavía estaba en la fábrica de flores artificiales y no terminaba su turno en el polígono del perímetro cinco hasta las diez. Y Nunín, como había terminado los deberes que le mandaron del colegio, y según las nuevas situaciones que se daban por doquier en la ciudad, era demasiado mayor como para acompañar a su madre y su hermanita en el parque de tres manzanas más para allá pero demasiado pequeño como para salir con chicas o con los colegas a un bar, estaba sentado con las piernas cruzadas en la alfombra del pequeño salón-comedor. El niño, el preadolescente que era un calco de su abuelo de haber tenido una fotografía de éste a su edad para poder comparar, estaba absorto en la pantalla de su televisor y sostenía un mando con botones de acción y dirección. Jugaba con su videoconsola a un juego bélico donde él encarnaba a un soldado megalisboeta, un miembro equis de la infantería, que debía cargarse a cuantas caricaturas de guerreros tribales de Génesis pudiera en cuanto menor tiempo mejor para puntuar en cada misión.

"Él nunca sabrá qué es un albaricoque..."; le dio por pensar sintiendo una inesperada y profunda tristeza removerle el corazón; "ni se reirá con los amigos cuando uno de ellos se caiga sobre el barro tratando de atrapar un conejo con sus propias manos...". De hecho, fue tan hondo su súbito pesar, que una lágrima fría del viento del cambio le hirió la mejilla izquierda:
-Nunín... -dijo a su nieto desde unos metros detrás de él mientras el muchacho no apartaba la vista del televisor y el ruido del terrible juego-. ¿Quién es tu mejor amigo?
-No tengo, abuelo... -respondió el otro sin tono y con la más absoluta de las indiferencias. Y a su abuelo se le terminó de romper su ya viejo corazón.

Cuando Nuno llegó, Joao le expuso la tragedia que significaba la pérdida de una infancia. De toda una escala de valores humanistas en tan sólo el instante que en el cosmos dura una vida. La pérdida de una fragancia, del sonido de un tambor, de un recuerdo grato o del olor de una sonrisa... la pérdida dramática de una generación autómata teledirigida por un programador perverso de videojuegos obscenos.
Y lo más maravilloso fue que Nuno lo entendió.

Que fueron a llamar a Joao y a Estela; que a ellos también se lo explicaron; y que también estuvieron de acuerdo con el plan...

... y que la única solución, o la mejor que hallaron casi sin pensar, fue regresar. Regresar a la tribu. A la naturaleza. Al campo cubierto de un manto limpio de estrellas.
Regresar a la Humanidad.

Cuentan que Joao encontró, días después de salir de Megalisboa, la larga vereda que llevaba al campamento donde tantos albaricoques verdes, con su posterior dolor de estómago, robó... y que se fundió en un abrazo antológico con uno de aquellos niños que le acompañaron en el pasado al llegar; y que era tan anciano su rostro como el suyo propio...
... y que en seguida un muchacho se acercó a Nunín maravillado por sus extrañas ropas de ciudad, y que menos de una hora después se fueron al campo, libre y luminoso, a jugar.

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