sábado, 9 de mayo de 2020

Fábulas post-apocalípticas XVIII

“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”
 
 

18. EL CORAZÓN DE LAS RATAS

“Aquel verano llegaron a la Península los primeros inmigrantes de más allá de los Pirineos... donde hasta ese momento creíamos que no podía existir la vida como tal.
Esta es la breve historia de uno de ellos, y doy fe de que fue verdad."

Todos en Génesis la conocían como La Clavelera: era una muchacha de bellos rasgos, con el pelo largo negro y rizado, de ojos brillantes y vivos tan oscuros como esos tirabuzones que le cubrían media espalda. Cada mañana desde esa primera primavera en la ciudad luz de las naciones, se paseaba por el Parque de las Esteras, al noreste, con un canasto repleto de claveles azules, violetas y naranjas, que vendía a los enamorados que se besuqueaban en los incontables poyos de piedra y madera con los que contaba la coqueta y extensa plaza. 
En uno de los caminos de piedra del Parque, que hacía recodo entre dos hermosos carrascos, a la Clavelera se le cayeron dos flores: una azul y otra naranja. Cuando fue a recogerlas, una mano grande y enguantada las cogió por ella y su figura se irguió, enorme comparada a la de la muchacha, a su frente. En primera estancia, las pupilas de La Clavelera se dilataron y espiró un soplo sordo de aire, evitando un leve gritito por el sobresalto. Después, y con los claveles extendidos ante sí, La Clavelera sonrió al extraño caballero: mediría como dos metros; de espaldas anchas y torso fuerte debajo de un traje impoluto de camisa azul y corbata negra; ojos grandes y negros sin blancor; hocico peludo, de un pelaje gris y brillante, terminado en punta y una sonrisa, una mueca más bien, repleta de colmillos impolutos y afilados; y orejas enormes de color carne, como la punta imberbe del hocico descrito, pegadas a ambos lados de una cabeza perfectamente esférica.
-Gracias -dijo La Clavelera recogiendo el par de flores del guante de seda que cubría las zarpas del otro.
-De nada señorita -su voz era profunda sin ser ronca; grave y educada; delicada y extremadamente varonil; todo al mismo tiempo-. ¿Me permite acompañarla en su paseo? -el "lo que fuera" le tendió su codo y ella no dudó en agarrarlo, movida tal vez por la creciente curiosidad.
-Disculpad, pero es evidente que estoy obligada a preguntar... ¿qué sois?
-Soy un sagugi, un hombre-rata en su idioma... pero mi nombre es Laurent de Saint-Exúpery, natural de lo que antes fuera la República de Francia -conforme hablaba, su voz le parecía a La Clavelera más agradable y perfecta. 
-Mi nombre es Esmeralda, y soy post-andalusí del sur.
-Encantado, Esmeralda.
-El placer es mío, Laurent.

Mientras paseaban por el Parque de las Esteras, y después abandonando éste y Esmeralda su faena de vendedora de claveles por la Avenida de Se'lah hacia el centro; los habitantes de Génesis se preguntaban qué hacía La Clavelera, una chica tan atractiva y obvia soltera de oro entre los jóvenes, del brazo de una bestia abominable y horrenda como el sagugi. Sin embargo, ella sonreía a cada comentario galante y locuaz de su ingenioso y educado interlocutor, embelesada con su porte e idiotizada por el romanticismo implícito de sus palabras.
Pronto llegaron, sin desearlo ninguno de ambos en realidad, al portal de Esmeralda, que se despidió sin querer despedirse hasta la mañana siguiente de Laurent.
...y se pasó toda la tarde; y todo el anochecer; y todo el tiempo de espera hasta quedarse dormida soñando con él; en él y para él...

Y pasearon sin claveles a la mañana siguiente después de aquélla. Y la siguiente. Y la siguiente después.
Y ya no les era tan extraño a los extraños, verlos juntos por las calles conversar del brazo y reír.

Y una mañana entre la primera y todas las demás, Esmeralda le invitó a pasar al interior de su casa; y acariciando con sensual suavidad el pecho peludo y gris de su amante, el corazón le invitó a decir:
-Te quiero.
-Ah... -respondió él, sintiendo extraño su espíritu, y añadió al suspiro-: viendo cómo nos mira la gente, creía que te causaría en un momento dado animadversión.
-Al contrario -replicó ella-: hay algo hermoso, mucho más hermoso de lo que ellos son capaces de comprender, imaginar o realizar, dentro de ti.

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