“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista
real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi
Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”
18. EL CORAZÓN DE LAS RATAS
“Aquel
verano llegaron a la
Península los primeros inmigrantes de más allá de los
Pirineos... donde hasta ese momento creíamos que no podía existir la vida como
tal.
Esta
es la breve historia de uno de ellos, y doy fe de que fue verdad."
Todos
en Génesis la conocían como La
Clavelera: era una muchacha de bellos rasgos, con el pelo
largo negro y rizado, de ojos brillantes y vivos tan oscuros como esos
tirabuzones que le cubrían media espalda. Cada mañana desde esa primera
primavera en la ciudad luz de las naciones, se paseaba por el Parque de las
Esteras, al noreste, con un canasto repleto de claveles azules, violetas y
naranjas, que vendía a los enamorados que se besuqueaban en los incontables
poyos de piedra y madera con los que contaba la coqueta y extensa plaza.
En
uno de los caminos de piedra del Parque, que hacía recodo entre dos hermosos
carrascos, a la Clavelera
se le cayeron dos flores: una azul y otra naranja. Cuando fue a recogerlas, una
mano grande y enguantada las cogió por ella y su figura se irguió, enorme comparada
a la de la muchacha, a su frente. En primera estancia, las pupilas de La Clavelera se dilataron y
espiró un soplo sordo de aire, evitando un leve gritito por el sobresalto.
Después, y con los claveles extendidos ante sí, La Clavelera sonrió al
extraño caballero: mediría como dos metros; de espaldas anchas y torso fuerte
debajo de un traje impoluto de camisa azul y corbata negra; ojos grandes y
negros sin blancor; hocico peludo, de un pelaje gris y brillante, terminado en
punta y una sonrisa, una mueca más bien, repleta de colmillos impolutos y
afilados; y orejas enormes de color carne, como la punta imberbe del hocico
descrito, pegadas a ambos lados de una cabeza perfectamente esférica.
-Gracias
-dijo La Clavelera
recogiendo el par de flores del guante de seda que cubría las zarpas del otro.
-De
nada señorita -su voz era profunda sin ser ronca; grave y educada; delicada y
extremadamente varonil; todo al mismo tiempo-. ¿Me permite acompañarla en su
paseo? -el "lo que fuera" le tendió su codo y ella no dudó en
agarrarlo, movida tal vez por la creciente curiosidad.
-Disculpad,
pero es evidente que estoy obligada a preguntar... ¿qué sois?
-Soy
un sagugi, un hombre-rata en su idioma... pero mi nombre es Laurent de
Saint-Exúpery, natural de lo que antes fuera la República de Francia -conforme
hablaba, su voz le parecía a La
Clavelera más agradable y perfecta.
-Mi
nombre es Esmeralda, y soy post-andalusí del sur.
-Encantado,
Esmeralda.
-El
placer es mío, Laurent.
Mientras
paseaban por el Parque de las Esteras, y después abandonando éste y Esmeralda
su faena de vendedora de claveles por la Avenida de Se'lah hacia el centro; los
habitantes de Génesis se preguntaban qué hacía La Clavelera, una chica tan
atractiva y obvia soltera de oro entre los jóvenes, del brazo de una bestia
abominable y horrenda como el sagugi. Sin embargo, ella sonreía a cada
comentario galante y locuaz de su ingenioso y educado interlocutor, embelesada
con su porte e idiotizada por el romanticismo implícito de sus palabras.
Pronto
llegaron, sin desearlo ninguno de ambos en realidad, al portal de Esmeralda,
que se despidió sin querer despedirse hasta la mañana siguiente de Laurent.
...y
se pasó toda la tarde; y todo el anochecer; y todo el tiempo de espera hasta
quedarse dormida soñando con él; en él y para él...
Y
pasearon sin claveles a la mañana siguiente después de aquélla. Y la siguiente.
Y la siguiente después.
Y ya
no les era tan extraño a los extraños, verlos juntos por las calles conversar
del brazo y reír.
Y
una mañana entre la primera y todas las demás, Esmeralda le invitó a pasar al
interior de su casa; y acariciando con sensual suavidad el pecho peludo y gris
de su amante, el corazón le invitó a decir:
-Te
quiero.
-Ah...
-respondió él, sintiendo extraño su espíritu, y añadió al suspiro-: viendo cómo
nos mira la gente, creía que te causaría en un momento dado animadversión.
-Al
contrario -replicó ella-: hay algo hermoso, mucho más hermoso de lo que ellos
son capaces de comprender, imaginar o realizar, dentro de ti.
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