“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista
real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi
Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”
21. LA VASIJA INSOLENTE
“Muchos,
pienso a veces cuando me siento con un cálamo y mi cuaderno, en la barra o en
una de las mesas del Ave Rapaz, la taberna de la cual soy parroquiano, a
escribir estas Crónicas oficiales del año 130 en concreto, si los futuros
lectores de las mismas se preguntarán o no por qué eligió mi Señor Kratka este
año y no otro para dar a conocer la Génesis actual al tiempo incierto de “más
allá de mañana”. Ciertamente el año 130 fue importante; y diferente a todos los
demás: fue un año que nos cambió, y que nos hizo ser lo que ahora somos Génesis
y los territorios de su protectorado.
Y
hablando de todo un poco, esta es la historia de Retkark, el alfarero, y de su
vasija insolente.”
El
trozo de arcilla húmedo, casi cuadrangular y mediano, le aguardaba sobre la
mesa, envuelto en un paño blanco manchado del rojo del barro de fino algodón.
Tomó
un breve desayuno: un pedazo de pan tostado untado con mantequilla y un vaso de
vino tinto dulce. Nada más sentarse en el ínfimo taburete de madera frente al
torno, para que le ayudase a imaginar la forma del vaso, dio unas caladas de
tabaco del sur a su pipa de agua… una vez tuvo más o menos claro el dibujo que
debería presentar el recipiente, puso el trozo de arcilla sobre el torno de
madera redondo y le dio al pedal con su pie derecho, para hacer rodar el
círculo en el que el barro daría cuantas vueltas fuesen suficientes desde el
principio hasta el final.
No
había subido el sol hasta lo más alto de ese ya caluroso mediodía, cuando la
vasija, roja y mojada, detuvo su rotación y se quedó mirando, recién nacida y
perpleja, a su sucio y sudoroso hacedor. Éste le sonrió y se dijo que era
perfecta: exactamente como la hubo imaginado al sentarse para fumar esa misma
mañana.
Encendió
el horno, un horno de aire caliente con rejilla y puerta de cristal de amplias
dimensiones, que estaba a la derecha del torno junto a la pared, y del que
subía una chimenea cuadrangular; y metió allí la vasija todavía húmeda por su
parte superior… la última parte terminada.
Mientras
el barro se cocía, Retkark se cocinó un par de huevos salteados con jamón y los
comió mirando a través de la puerta de cristal… la arcilla abandonó,
paulatinamente y con la incidencia del aire caliente, su rojo original para
volverse marrón rojizo y, una vez estuvo incluso fregada la loza de la comida,
quedarse terracota. Retkark la sacó del horno con un paño grueso de tela de
cáñamo y la dejó enfriar al aire, sobre el alféizar de la única ventana de esa
habitación.
Pasó
la noche allí, hasta que el alfarero se levantó al alba siguiente y,
devolviéndola al interior, se dispuso a decorarla: le pintó, por ser
simplemente ornamental y no conmemorativa, unos motivos florales desde su base
hasta más o menos la mitad; y dos franjas en azul y negro casi en lo más alto.
La dejó secar de nuevo; esta vez en una mesa de madera llena de paños y utensilios
de alfarería; y la dio por acabada un par de horas después.
Cuando
el alfarero entró para etiquetarla, la vasija le sorprendió y dijo:
-Alfarero…
-tenía un espejo grande en frente y se había estado mirando en él desde el
mismo momento en que Retkark la puso a secar–. Estoy viendo mi reflejo en ese
cristal y por más vueltas que le doy, no me gusta cómo me has hecho: ¡soy
horrible!
-¡¿Cómo
te atreves?! –respondió airado Retkark, quien no se esperaba ese comentario en
absoluto: había estado todo un día trabajando en ella: dándole forma y
decorándola con inspiración y esmero. No creía ser merecedor de tal réplica.
-Eres
un alfarero mediocre, incluso malo… por eso yo no soy más bella, mejor…
-De
eso nada vasija… -repuso Retkark–: que tú no te gustes no significa que yo sea
un mal alfarero. En cualquier caso, la culpa de que tú te veas horrible la
tienes tú… pues yo considero que eres perfecta.
-¿Perfecta?
No, no lo creo en absoluto… ¡no me gusto! ¡Y la culpa es tuya, que me has
hecho!
-Lo
que estás diciendo es la madre de las insolencias… ¡te he traído a la vida! ¡He
trabajado duro y responsablemente en tu creación! ¿Y ahora, porque no te gustas
tú misma, me reprendes y dices que soy el culpable de tu existencia y tu
fealdad? –Retkark se echó las manos a la cabeza: no podía creerlo-. ¡Deberías,
en cualquier caso, estarme agradecida por hacerte!... pues yo soy el principio
de tu existencia…
A
Retkark se le aborrascó la mirada. Una fría sombra cubrió su espíritu creativo,
no le cabía en la cabeza cómo un trozo de su ser: algo que había creado con sus
propias manos, con esfuerzo y cariño, se enfadaba con él por el mismo hecho de
haber sido creado…
…
triste y con el alma rota, ante la mueca burlona e insensata de la vasija
encima de la mesa, cogió una vara de almendro y, de un fuerte golpe, la hizo
trizas.
Remojó
los guijarros que resultaron del estallido y añadió más barro… por la tarde,
comenzaría de nuevo una nueva y, quién sabe, menos insolente y más agradecida
vasija…
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