sábado, 16 de mayo de 2020

Fábulas post-apocalípticas XXII


 “Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”


  
22. CANCIÓN TRISTE DE MEGALISBOA II

“De igual forma que la sociedad mundial anterior al ‘gran catapum’ había sucumbido a éste, como colofón a su escalada de negligente progreso; Megalisboa también debía poner fin a su torbellino de impiedad. Pues todo sistema tiende desde su comienzo al desarrollo, y de éste a la cumbre; y una vez en ella, todo sistema sólo puede tender al colapso… a su final.

Era inminente el tórrido verano del año 130 después del ‘gran catapum’ en Megalisboa, que era que sería el último verano en que la ciudad seguiría siendo como lo había sido, pues desde sus cimientos más básicos su alma urbanita había decidido mutar.

Y la chispa que prendió toda la paja y el sarmiento seco amontonado por el desgastado gobierno militar de Artorius, apoyado condicionalmente por la plutocracia de Megalisboa, se dio durante la última semana lluviosa en el corazón de las calles de los menos favorecidos.”

Caius ordenó al chófer que decelerara: quería saber qué estaba ocurriendo en esa calle equis del perímetro tres. Las ruedas derechas del coche hicieron saltar un gran abanico de agua que empapó la fachada junto a la acera. Caius bajó la ventanilla a pesar del consejo de su guardaespaldas de no hacerlo, y se fijó en la gente que se manifestaba… esa clase de asociaciones era ilegal en la ciudad, por lo que representaba un espectáculo innovador para los ojos marrones del Ministro. El cielo se desplomaba, en forma de cascada de bloques de agua, sobre las cabezas que jaleaban consignas contra el Gobierno de Artorius.
-Parece que no les importa en absoluto esta lluvia… -comentó a su guardaespaldas fijándose en el gentío que enarbolaba pañuelos y pancartas. Iba a decir algo más, pero calló cuando un huevo se estrelló contra el coche, esclafándose sobre la pintura negra metalizada de su vehículo oficial.
-Estamos en peligro Ministro -comentó el guardaespaldas sin tono en la voz–, deberíamos salir de aquí de inmediato.
-Está bien, está bien… Adolfo, acelera… quiero llegar al ministerio antes del mediodía.

Cuando atravesaron la aduana entre los perímetros tres y dos, se cruzaron con un corto convoy de tanquetas del Ejército. Caius supo en seguida que se trataba de la “respuesta” a la manifestación ilegal que le había llamado la atención antes.

Al llegar al ministerio, ya en el perímetro uno, en su despacho le  estaba esperando Maximus, uno de los funcionarios militares bajo su mando; ya que todos los asuntos gubernamentales de la urbe estaban controlados de un modo u otro por el Ejército de Artorius.
-…he visto unos… cómo los llamáis, ah sí… manifestantes de camino hacia aquí… -comentó Caius, dejando su cartera sobre la mesa con la intención de abrirla.
-Sí… eran trabajadores de los perímetros intermedios: se han unido algunos gremios para protestar.
-¿Protestar… por qué?
-Bueno, como sabes, nos estamos quedando sin recursos, sin dinero… y Artorius se ha visto obligado a subir de nuevo los impuestos a las clases medias…
-Pero eso las convertirá en bajas… a la larga…
-Bueno… no sé… Artorius sabrá, es el Gobernador y es el que manda.
Cuando Caius percibió que Maximus utilizaba un tono grave para resaltar que Artorius mandaba, decidió dejar el tema de la conversación, sonreír y abrir la cartera para ponerse manos a la obra en sus tareas cotidianas: Caius era Ministro de Urbanismo y Arquitectura, y el Gobierno estaba planeando la cancelación de algunos contratos de alquiler de larga duración del perímetro siete para reedificar unas plantaciones artificiales.

Caius llegó a su casa después de comer en el restaurante con el que contaba el edificio en el que trabajaba. Algo en su cabeza zumbaba sin cese a pesar de encontrarse entretenido todo el rato, y el malestar en su mente: como una premonición o escalofrío de culpabilidad emergente, no le permitió el descanso. Todo lo contrario: sin decírselo a nadie; ni si quiera a su guardaespaldas; el Ministro se puso la peor ropa que tenía y salió a pasear en dirección al perímetro dos y más allá…
Nadie lo reconoció. Mejor. Se detuvo, pensando en un por qué que no alcanzaba, frente a los camiones de limpieza del Gobierno. La lluvia había cesado y los funcionarios y militares que todavía quedaban allí se esmeraban en no dejar rastro alguno de lo que luego nunca admitirían que existió: el hedor a sangre y carne quemada arrebataba en toda esa manzana. Quizá no los habían matado a todos… no obstante, a quienes hubieran hecho prisioneros, si los torturaban, tal vez deseasen haber muerto… Caius sabía que Artorius era inflexible en esta clase de casos de desacato, que él llamaba “traición”… ¿traición a quién, a un dirigente que los exprimía y privaba de verdadera libertad a cambio de permitirles vivir en la supuesta última ciudad de lo que ya muchos dudaban llamar “civilización”? Y encima él era un Ministro, un alto cargo, de ese tinglado apestoso.
Lo había pensado muchas veces antes… pero aquella manifestación tal vez había sido la espita, la chispa adecuada, para terminar de prender su conciencia. Como encargado del urbanismo de Megalisboa, estaba al tanto de los censos por perímetro, y en los últimos tiempos, con los recortes sociales y los reajustes de Artorius, era notable la subida demográfica en los barrios pobres en detrimento de la población considerada de clase media… si continuaban así, vaticinaba Caius, la situación se volvería insostenible; puesto que los marginales de los perímetros exteriores no tenían ni para comer, mucho menos para pagar impuestos – y los provenientes de las drogas, legalizadas sólo para tal fin así como la prostitución, no eran gran cosa – e iban en aumento, inflando el número de personas que no aportaba casi nada a las arcas estatales; desplomándose al tiempo el de los que sí lo hacían, cada vez más agobiados por la subida de los servicios básicos como el gas, la luz y el agua corriente.
Si el porcentaje de gente como Caius y el mismo Artorius; que no trabajaban en sí: es decir, transformando materia prima en bienes consumibles que al cabo era el motor económico de la urbe; dependían directamente del impuesto del ciudadano medio, y su política era la sangría de éste llevándolo directamente a la extinción: eliminaban el eslabón que les alimentaba como quien rompe una cadena, y al final verían su poder, económico primero y social inevitablemente después, caído al haber sido estrangulado éste por el mismo Sistema que ellos habían creado y sostenido.
-…y si, con todo eso -dijo en voz alta sorprendiéndose a sí mismo-, los matamos porque se han dado cuenta de que esto no puede seguir así… qué quedará mañana de esta ciudad más que los miserables por doquier, devorándonos los unos a los otros…

De nuevo se puso a llover. Caius se subió la cremallera de la sudadera azul, y se dispuso a regresar cuanto antes a la confortabilidad de su lujoso loft.

No hay comentarios:

Publicar un comentario