“Mi nombre no es importante: sólo soy el cronista
real, de palacio, de Génesis y, en el año 130 después del ‘gran catapum’, mi
Señor Kratka me ordenó que escribiera las siguientes crónicas.”
22. CANCIÓN TRISTE DE MEGALISBOA II
“De igual
forma que la sociedad mundial anterior al ‘gran catapum’ había sucumbido a
éste, como colofón a su escalada de negligente progreso; Megalisboa también
debía poner fin a su torbellino de impiedad. Pues todo sistema tiende desde su
comienzo al desarrollo, y de éste a la cumbre; y una vez en ella, todo sistema
sólo puede tender al colapso… a su final.
Era
inminente el tórrido verano del año 130 después del ‘gran catapum’ en
Megalisboa, que era que sería el último verano en que la ciudad seguiría siendo
como lo había sido, pues desde sus cimientos más básicos su alma urbanita había
decidido mutar.
Y la
chispa que prendió toda la paja y el sarmiento seco amontonado por el
desgastado gobierno militar de Artorius, apoyado condicionalmente por la
plutocracia de Megalisboa, se dio durante la última semana lluviosa en el
corazón de las calles de los menos favorecidos.”
Caius
ordenó al chófer que decelerara: quería saber qué estaba ocurriendo en esa
calle equis del perímetro tres. Las ruedas derechas del coche hicieron saltar
un gran abanico de agua que empapó la fachada junto a la acera. Caius bajó la
ventanilla a pesar del consejo de su guardaespaldas de no hacerlo, y se fijó en
la gente que se manifestaba… esa clase de asociaciones era ilegal en la ciudad,
por lo que representaba un espectáculo innovador para los ojos marrones del
Ministro. El cielo se desplomaba, en forma de cascada de bloques de agua, sobre
las cabezas que jaleaban consignas contra el Gobierno de Artorius.
-Parece
que no les importa en absoluto esta lluvia… -comentó a su guardaespaldas
fijándose en el gentío que enarbolaba pañuelos y pancartas. Iba a decir algo
más, pero calló cuando un huevo se estrelló contra el coche, esclafándose sobre
la pintura negra metalizada de su vehículo oficial.
-Estamos
en peligro Ministro -comentó el guardaespaldas sin tono en la voz–, deberíamos
salir de aquí de inmediato.
-Está
bien, está bien… Adolfo, acelera… quiero llegar al ministerio antes del
mediodía.
Cuando
atravesaron la aduana entre los perímetros tres y dos, se cruzaron con un corto
convoy de tanquetas del Ejército. Caius supo en seguida que se trataba de la
“respuesta” a la manifestación ilegal que le había llamado la atención antes.
Al
llegar al ministerio, ya en el perímetro uno, en su despacho le estaba esperando Maximus, uno de los
funcionarios militares bajo su mando; ya que todos los asuntos gubernamentales
de la urbe estaban controlados de un modo u otro por el Ejército de Artorius.
-…he
visto unos… cómo los llamáis, ah sí… manifestantes de camino hacia aquí… -comentó
Caius, dejando su cartera sobre la mesa con la intención de abrirla.
-Sí…
eran trabajadores de los perímetros intermedios: se han unido algunos gremios
para protestar.
-¿Protestar…
por qué?
-Bueno,
como sabes, nos estamos quedando sin recursos, sin dinero… y Artorius se ha
visto obligado a subir de nuevo los impuestos a las clases medias…
-Pero
eso las convertirá en bajas… a la larga…
-Bueno…
no sé… Artorius sabrá, es el Gobernador y es el que manda.
Cuando
Caius percibió que Maximus utilizaba un tono grave para resaltar que Artorius
mandaba, decidió dejar el tema de la conversación, sonreír y abrir la cartera
para ponerse manos a la obra en sus tareas cotidianas: Caius era Ministro de
Urbanismo y Arquitectura, y el Gobierno estaba planeando la cancelación de
algunos contratos de alquiler de larga duración del perímetro siete para
reedificar unas plantaciones artificiales.
Caius
llegó a su casa después de comer en el restaurante con el que contaba el
edificio en el que trabajaba. Algo en su cabeza zumbaba sin cese a pesar de
encontrarse entretenido todo el rato, y el malestar en su mente: como una
premonición o escalofrío de culpabilidad emergente, no le permitió el descanso.
Todo lo contrario: sin decírselo a nadie; ni si quiera a su guardaespaldas; el
Ministro se puso la peor ropa que tenía y salió a pasear en dirección al
perímetro dos y más allá…
Nadie
lo reconoció. Mejor. Se detuvo, pensando en un por qué que no alcanzaba, frente
a los camiones de limpieza del Gobierno. La lluvia había cesado y los
funcionarios y militares que todavía quedaban allí se esmeraban en no dejar
rastro alguno de lo que luego nunca admitirían que existió: el hedor a sangre y
carne quemada arrebataba en toda esa manzana. Quizá no los habían matado a todos…
no obstante, a quienes hubieran hecho prisioneros, si los torturaban, tal vez
deseasen haber muerto… Caius sabía que Artorius era inflexible en esta clase de
casos de desacato, que él llamaba “traición”… ¿traición a quién, a un dirigente
que los exprimía y privaba de verdadera libertad a cambio de permitirles vivir
en la supuesta última ciudad de lo que ya muchos dudaban llamar “civilización”?
Y encima él era un Ministro, un alto cargo, de ese tinglado apestoso.
Lo
había pensado muchas veces antes… pero aquella manifestación tal vez había sido
la espita, la chispa adecuada, para terminar de prender su conciencia. Como
encargado del urbanismo de Megalisboa, estaba al tanto de los censos por
perímetro, y en los últimos tiempos, con los recortes sociales y los reajustes
de Artorius, era notable la subida demográfica en los barrios pobres en
detrimento de la población considerada de clase media… si continuaban así,
vaticinaba Caius, la situación se volvería insostenible; puesto que los
marginales de los perímetros exteriores no tenían ni para comer, mucho menos
para pagar impuestos – y los provenientes de las drogas, legalizadas sólo para
tal fin así como la prostitución, no eran gran cosa – e iban en aumento,
inflando el número de personas que no aportaba casi nada a las arcas estatales;
desplomándose al tiempo el de los que sí lo hacían, cada vez más agobiados por
la subida de los servicios básicos como el gas, la luz y el agua corriente.
Si
el porcentaje de gente como Caius y el mismo Artorius; que no trabajaban en sí:
es decir, transformando materia prima en bienes consumibles que al cabo era el
motor económico de la urbe; dependían directamente del impuesto del ciudadano
medio, y su política era la sangría de éste llevándolo directamente a la
extinción: eliminaban el eslabón que les alimentaba como quien rompe una
cadena, y al final verían su poder, económico primero y social inevitablemente
después, caído al haber sido estrangulado éste por el mismo Sistema que ellos
habían creado y sostenido.
-…y
si, con todo eso -dijo en voz alta sorprendiéndose a sí mismo-, los matamos
porque se han dado cuenta de que esto no puede seguir así… qué quedará mañana
de esta ciudad más que los miserables por doquier, devorándonos los unos a los
otros…
De
nuevo se puso a llover. Caius se subió la cremallera de la sudadera azul, y se
dispuso a regresar cuanto antes a la confortabilidad de su lujoso loft.
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