Hay una tonelada de silencio administrativo entre la demanda de mi sangre y la respuesta que da, líquida, la luna sobre el mar.
Siento la vaga necesidad de un nudo en la garganta que me apriete, cual cilicio, la necesidad de echarle siempre Tabasco a la comida.
Al final soy verso incumplido, veterano de días, mariposa que se estrella resbalando tinta sobre un papel electrónico de cristal.
Nunca me he hecho entender.
Siempre me pareció que cuando hablaba, las palabras no acompañaban a los ogros que tiran de la Puerta Negra de todo cuanto quiero decir.
Tengo un plan maestro. Abriré los brazos con las palmas de las manos extendidas hacia arriba, encorbatado con ese traje azul oscuro que me queda tan bien, con rosas blancas y fuxias pendientes sobre el negro; mis ojos abiertos y una sonrisa irónica y triunfante estallando en mitad de mi rostro, alguien dirá "boom" y giraré sobre mi propio eje ante una caterva de aplausos.
Creo que todos tenemos algo de Berlín en nosotros.
Quijotes sumisos a la divisa.
"Si fuera posible escapar de este lugar..."
Ahora la cocaína es otra: se llama madrugar para formar parte del engranaje. Sonreír a gente a quien no le importas ni te importa. "Lucir cara de mascota recién comprada". Ser un Lego plantado e inerte sobre una peana de plástico azul. Escuchar los 40 principales durante ocho horas al día. Crujir las cervicales al final... acostumbrarte a un Estado de Alarma perpetuo dentro de ti.
¿Acaso no somos todos yonquis de la normalidad?
La aguja del fin de mes te hace ver, insistente y con una vehemencia propia de los niños que acaban de aprender a decir sus primeros tres vocablos, la aplicación bancaria de tu asqueroso teléfono móvil.
El viento miente.
"All I wanted was a piece of the night", o una biblioteca. Un atril en el centro, con una banqueta ajustada a la altura del mismo. Bajo el caballete un cajón abierto, con dos guantes de algodón blanco con el logotipo de Deadpool bordado en negro sobre la cara opuesta de la cuenca metacarpiana, y unas pinzas de madera flexible, quizá sándalo, para pasar las páginas de un cómic antiguo como la mentira.
El poster original de la peli de El Cuervo, enmarcado, sobre la fotografía de Jules Winfield y Vincent Vega. Ezequiel 25:17. Una lámina de Pikapool firmada por Salva Espín al lado de aquella Marvel Legend y el santo grial: el funko de Eric Draven con los brazos extendidos. El New Mutants #98 edición americana en cápsula de metacrilato. Una pieza de Jim Starlin y un boceto de John Byrne. El Don Apacible conserva los sellos estampados del Ministerio de la Gobernación, cuando el libro fue censurado por el franquismo. El diario manuscrito de mi padre. Las cartas desde la cárcel. Un Darth Vader estático. Aquel libro que restauré tirando de photoshop y cartulina de Gustavo Adolfo Bécquer. Mortadelos y tintines. Un carpesano de Spiderman con los apuntes de la última vez que me atreví a estudiar unas oposiciones. Todas las obras de Vázquez-Figueroa y Stephen King. Tomates verdes fritos: mi novela favorita; entre aforismos de Nietzsche y mi colección de biblias Reina-Valera 1960.
Recuerdo cuando soñaba con heavy-metal. Hace tanto tiempo que no escucho una canción entera que sé que ya no volverá a entusiasmarme hacer air-guitar en un garito oscuro, apestando a ron con cola, a las cuatro de la madrugada. El djambé de Moncófar. El solo de Mike Terrana. Cuando Blaze Bailey casi se cae del altavoz del pedo que llevaba. Una foto con el cantante de Lujuria. La letra de "Aquí estaré"... ojalá no hubiera vivido ninguno de esos mágico-trágicos momentos. Ojalá hubiera estudiado lo que mi padre quería: derecho. Ahora sería un picapleitos adinerado, posiblemente adicto a alguna droga que no se note, conduciría uno de esos horribles Mercedes negros que parecen insectos, y me reiría de las pijadas de algún crápula como yo. O tal vez no habría escrito jamás "La memoria del abismo", habría hecho cuarto y quinto en Granada, me habría licenciado en paleografía y mi cabeza, hundida entre manuscritos de letra semiuncial y gótica, estuviera serena como la playa de los Náufragos una tarde equis de octubre.
No sé qué estoy haciendo con mi vida. No tengo ni idea de qué rumbo llevo ni cómo se sujeta el timón. Tengo una hija adolescente y un hijo gamer, que me dicen cuando me abrazan que son mejores que yo. Lo único que tengo en esta vida es una familia. Es la única certeza de mi existencia fuera de mí mismo, y me hace sonreír al tiempo que me asusta y abruma.
A veces le reventaría la cara a puñetazos a un desconocido en la calle. Dejándome poseer por el olor a sangre fresca y césped en mis nudillos. Y que el otro me devolviera los golpes... sentir mi propio líquido vital bajando por la garganta y ver saltar un diente de mi boca al asfalto. Quizá fuera una buena epifanía para la angustia que supone ser uno más.
Siempre creí que nos veríamos "en el exilio o en una celda". Nunca pensé que me exiliaría de mí y que mi celda se llamaría Libertad.
Nunca debí comprar aquel bajo eléctrico. Hacer aquel viaje al sur de Francia. Perder el tiempo persiguiendo quimeras. Nunca debí comprar aquel disco de AC/DC ni escribir aquel libro. El viento es mentira.
Y yo, leña.
Suspiro y pauso la escritura de este texto. Inventé la novela deconstruida, la bulliteratura y las versiones arcade y panic de una misma novela. He escrito cosas que no se le han ocurrido a nadie más: lo he investigado. Puede que sea la persona que peor se expresa de forma oral en el planeta. Pero si hay algo que se me da bien, además de meter la pata, es escribir cosas...
Voy a publicar de manera gratuita todo lo que he escrito el primer fin de semana que tenga libre este otoño-invierno.
Daré mi carne altruistamente a los cuervos.
El mundo me odia. Me teme. Y yo le voy a devolver la repulsa con uñas de literatura y poemas por dientes.
Miguel Díaz Romero
25 de septiembre de 2021
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