Soy cual rapero de los ochenta escupiendo versos inconexos a su micrófono.
El ala rota del úlitmo pájaro oteando el Apocalipsis desde su nido, a cuatrocientos metros de altura en el precipicio, pensando en que pudo haber un día más.
Soy de aquéllos, Hijos de Dios, que se caen pero nunca se estrellan. Que pierden pero jamás piensan en abandonar.
Soles líquidos de octubre pintados sobre el atardecer en el skyline de Los Montesinos... o es San Miguel de Salinas, no lo sé.
A veces la fatiga sólo es un resquemor tras el esternón, que te repite desde la garganta del Enemigo que ése no es tu lugar. Cuando tu lugar, hermano, es por entero el mundo.
No hay otra senda que la de tu pie. No hay otro destino que la decisión más nimia que acabas de tomar al elegir la marca del café.
¿Y tu bandera? Una senyera inmarcesible bajo el pendón de Borgoña; un águila bicéfala sostiene el escudo de los reinos que formaron un día el Imperio más extenso de la Historia sobre La Tierra.
Qué libre se siente uno cuando asume su rol de leña paseando por las aceras.
Hay una playa con nuestro nombre al otro lado del mar que nunca visitaremos.
Bring the noise y soltar todas las tórtolas blancas a la vez entre los negros cuervos. El vuelo de las aves: ícaros ardiendo bajo el sol, sueños tan imposibles como eternos.
-No he triunfado un solo día de mi vida -le repito al espejo sabiendo que mi vida es ya todo un triunfo. Nací con asimetría muscular, dolicocefalia y los pies completamente planos. A los cuatro una peritonitis me mantuvo unas horas clínicamente muerto. Y después... la sangre en la garganta, las máscaras y las ratas, los viajes al centro del Universo, las visitas a la más absoluta de las nadas.
Soy un superviviente con cara de mascota recién comprada.
A pesar de los susurros y los golpes, no hay nadie más fuerte que yo.
He conocido pedestales. He convivido entre los héroes. Me codeé con los dioses de la plata y la sonrisa. Puedo hablarles en su idioma, incluso parecer uno de ellos si me ves de refilón. Pero larga es mi sombra, que entenebrece mis días más felices, para recordarme que tengo un objetivo ulterior.
Prometo jubilarme allí, donde cierren mis ojos unos nietos que sonrían en lugar de llorar. Donde mis cenizas alimenten la semilla de un melocotonero en mitad de un campo aleatorio... quizá cerca del desfiladero por donde entró en Al Andalus Mío Cid.
Abre los brazos. Siente la brisa. ¿No recuerdas la promesa en el sonido? ¿No se te empañan de lágrimas del futuro los ojos al contemplar la Creación desde la arena? ¿No sientes el vacío rugiente en el estómago que te negaba el desear solamente volver a tener hambre?
El abrazo de mis hijos calienta más que tus cartas doradas.
-Sigue un poco más -le dices al monitor y continúas escribiendo esta... cosa.
Y continúas mintiendo sobre lo que eres. Y continúas negándote a ti mismo. Hasta desaperecer. Desvanecerte como una explosión de burbujas negras de jabón que huele a lo que huelen las nubes. O un pensamiento. O todas las flores de plástico al mismo tiempo.
Pero los versos no mienten. Y adentro eres el que escribió las memorias del abismo.
Sigo aquí, escribiendo. Huérfano de lectores. Viudo de reseñas. Divorciado de compañeros de pluma. Esperando el momento... ése, único, vívido, estremecedor cual himno de la Comunidad Valenciana, en que romperán en aplausos los mancos cuando cierren ese libro.
13 de octubre de 2021. Miguel Díaz Romero
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