Reseña coregida para la revista "Festa 2016" de Petrer
“Entre
cartas”, en abril, como está mandado…
Daniel
Sánchez Ortega*
La presentación de un libro es algo parecido a un parto gozoso, a una
presentación en sociedad, a una epifanía de las buenas letras. En este caso, esta
novela resalta sobre el común en virtud del perfil del autor, un hijo de Petrer
y Caudete que, además, se ha atrevido a novelar una historia familiar donde el
latir de lo próximo, de lo sensible, de la pasión en carne viva es la
urdimbre que lleva al lector desde la
primera página a la última sin apenas respiro. “Entre cartas” tiene la pátina de un siglo y algo más, y el color
sepia del daguerrotipo que la hace próxima y hasta enmarcable y colgable de
cualquier escarpia en la pared principal de la cocina de campana en lo que quede de aquel Albacete de finales
del siglo XIX. Pero ya no es, se fue, ese
mundo es ya un ectoplasma desaparecido aunque imaginable a través de la
capacidad gráfica que tan bien expresa Miguel. Basta con cerrar los ojos e
imaginar. Pero aquí el autor no es sólo un paisajista de mundos perdidos; lo es
también y sobre todo de paisajes humanos nada convencionales donde el incesto
planea peligrosamente sobre los personajes centrales. Estas situaciones podrían
engendrar realidades complicadas en el ánimo o percepción del lector, aunque
Miguel Díaz Romero lo resuelve y allana perfectamente con la reducción del
ánimo de los personajes al estado de lo meramente natural como el cruce de los trigos, a lo sanguíneo (que no consanguíneo) donde es
la naturaleza la que juega su cuarto a espadas por encima de los
convencionalismos sociales, un subproducto en definitiva de los usos y
costumbres. La novela es un canto a la libertad, a la emancipación de la mujer,
al amor que se quiere sin barreras como un canto a la voluntad que espera
contra toda esperanza, incluso con océano por medio. La guerra de Cuba de 1898
es en la novela el contrapunto de esta Mancha Oriental áspera (curiosamente nos
la presenta lluviosa en las escenas más notables), donde la naturaleza
explosiva de la isla no logra atenuar la dureza de “La trocha” del general
Weyler. Y la derrota, Cuba en el alma de un pueblo que no supo entender el
calado de lo ocurrido, que ignoraba el germen de una España que agonizaba sin
proyecto de resurrección, la odisea de
centenares de miles de retornados a una patria estéril que jamás comprendió la
magnitud de su heroísmo: un regreso a ninguna parte con el trasfondo de tristes
habaneras que sabían a duelo y a despedida de aquella hermosa tierra, y de un
tiempo y un imperio que se diluyó como un azucarillo en horas veinticuatro. El “happy end” de la novela no resta un ápice
al tono melancólico que la vertebra. Mejor así. Todo se agradece como el final de una tensión
física que reclama respiro. Enhorabuena al autor por esta recreación tan
próxima, tan humana, tan sorprendentemente atractiva…
*De la Real Academia de Doctores
de España
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