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miércoles, 13 de julio de 2016

Reseña de "Entre cartas", de Daniel Sánchez Ortega



Reseña coregida para la revista "Festa 2016" de Petrer

“Entre cartas”, en abril, como está mandado…
                                                                                                              Daniel Sánchez Ortega*
La presentación de un libro es algo parecido a un parto gozoso, a una presentación en sociedad, a una epifanía de las buenas letras. En este caso, esta novela resalta sobre el común en virtud del perfil del autor, un hijo de Petrer y Caudete que, además, se ha atrevido a novelar una historia familiar donde el latir de lo próximo, de lo sensible, de la pasión en carne viva es la urdimbre  que lleva al lector desde la primera página a la última sin apenas respiro. “Entre cartas” tiene la  pátina de un siglo y algo más, y el color sepia del daguerrotipo que la hace próxima y hasta enmarcable y colgable de cualquier escarpia en la pared principal de la cocina de campana  en lo que quede de aquel Albacete de finales del siglo XIX. Pero ya no es, se fue,  ese mundo es ya un ectoplasma desaparecido aunque imaginable a través de la capacidad gráfica que tan bien expresa Miguel. Basta con cerrar los ojos e imaginar. Pero aquí el autor no es sólo un paisajista de mundos perdidos; lo es también y sobre todo de paisajes humanos nada convencionales donde el incesto planea peligrosamente sobre los personajes centrales. Estas situaciones podrían engendrar realidades complicadas en el ánimo o percepción del lector, aunque Miguel Díaz Romero lo resuelve y allana perfectamente con la reducción del ánimo de los personajes al estado de lo meramente natural  como el cruce de los trigos,  a lo sanguíneo (que no consanguíneo) donde es la naturaleza la que juega su cuarto a espadas por encima de los convencionalismos sociales, un subproducto en definitiva de los usos y costumbres. La novela es un canto a la libertad, a la emancipación de la mujer, al amor que se quiere sin barreras como un canto a la voluntad que espera contra toda esperanza, incluso con océano por medio. La guerra de Cuba de 1898 es en la novela el contrapunto de esta Mancha Oriental áspera (curiosamente nos la presenta lluviosa en las escenas más notables), donde la naturaleza explosiva de la isla no logra atenuar la dureza de “La trocha” del general Weyler. Y la derrota, Cuba en el alma de un pueblo que no supo entender el calado de lo ocurrido, que ignoraba el germen de una España que agonizaba sin proyecto de resurrección, la odisea  de centenares de miles de retornados a una patria estéril que jamás comprendió la magnitud de su heroísmo: un regreso a ninguna parte con el trasfondo de tristes habaneras que sabían a duelo y a despedida de aquella hermosa tierra, y de un tiempo y un imperio que se diluyó como un azucarillo en horas veinticuatro.  El “happy end” de la novela no resta un ápice al tono melancólico que la vertebra. Mejor así.  Todo se agradece como el final de una tensión física que reclama respiro. Enhorabuena al autor por esta recreación tan próxima, tan humana, tan sorprendentemente atractiva…
*De la Real Academia de Doctores de España

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